Archivo mensual: diciembre 2008

Regalos de navidad.

No soy religioso, pero me gusta celebrar la navidad. Para otras mentes más dotadas y reflexivas que la mía, la navidad es una época que ha perdido el sentido por completo, y que hoy en día se centra exclusivamente en la hipocresía de poner buena cara a los demás, aunque no nos caigan bien, y en el consumismo excesivo de «a ver quién hace el mejor regalo».

Yo, o tengo suerte, o soy más simple que el mecanismo de un chupete (ya se sabe que los hombres sólo tenemos dos neuronas, y necesitamos mover la cabeza para que hagan contacto), porque nunca he visto así las cosas. Podría escribir una disertación sobre el espíritu de la navidad y todas esas cosas, pero seguro que ya hay varios blogs con posts sobre el tema (por si a alguien le interesa, voy a poner el enlace de búsqueda de word press sobre el espíritu de la navidad), y probablemente no diría nada original.

El caso es que estas navidades las he pasado fuera, con una parte de mi familia que vive lejos de mi, y también he aprovechado para visitar a los amigos distantes que sólo tengo ocasión de visitar aprovechando el viaje para ver a los parientes, y con los que mi relación es sobretodo, a través de la red. Y he vuelto con muchos regalos.

Debo ser sincero: iba muy preocupado. Dentro de mi familia los únicos que sabían que soy un chico eran mis padres y mi hermana, pero a parte de ellos tengo tíos, primos y primas (sobretodo primas) y una abuela y unos tios-abuelos, todos ellos mayores de 85 años. ¿Qué iba a hacer respecto a ellos? La primera intención era callarme y aguantarme, y resolver el tema más adelante. La razón era que temía que mi abuela y su hermana, al conocer la situación, montasen una tragedia con algún episodio de infarto de miocardio incluido. Y mi madre ya lo está pasando lo suficientemente mal como para tener que lidiar con eso.

Mis tíos y primas me preocupaban menos, pues en su propia familia existen modelos de tendencia sexual y de familia que no son lo que podríamos llamar «tradicionales», lo que los debería hacer más permeables a otro tipo de opciones como la mía (bueno, que no es que sea exactamente una «opcción», porque en realidad cada uno es lo que es, y no se puede ser otra cosa, pero… espero que la expresión valga por esta vez), pero aun así, tampoco estaba completamente seguro de que explicarles mi situación fuese una buena idea, una vez más, por miedo a que, de alguna forma, acabase repercutiendo negativamente sobre el estado de ánimo de mi madre.

Los dos primeros días de las vacaciones fueron muy duros. Todo el rato «Fulanita» por aquí, «Fulanita» por allá… y yo sólo pensaba: «me llamo Pablo». No sabía qué hacer. Pero el tercer día de las vacaciones, cuando me encontré con el sector «joven» de la familia (o sea, todos aquellos que tienen menos de 80 años), tardé tan solo cinco minutos en decidir que no tenía sentido seguir ocultando una realidad que, de todos modos, es posible que el año que viene sea obvia para cualquiera, al menos a mis primos y tíos.

Ese mismo día empecé a darle vueltas al asunto de mi abuela. Mi hermana aseguraba que, si hablaba con ella, su reacción me sorprendería. Pero no fue eso lo que me hizo animarme finalmente a sincerarme, si no el peso del velo de silencio que había a mi alrededor.

Puede que suene muy dramático eso del «velo de silencio», pero no creo que exista una expresión mejor para describirlo. Todo el mundo sabía que, después de casi diez años de una relación de pareja aparentemente muy buena, había dejado a mi novio cuando estábamos a punto de irnos a vivir juntos. Pero nadie sabía por qué, mi madre no había dado ninguna explicación, y nadie se atrevía a preguntarme directamente por respeto y miedo a tocar algo muy sensible. Porque lo que estaba claro es que tenía que haber sido una cosa bastante grave.

Este silencio preocupaba especialmente a mi abuela, que quería saber si yo estaba bien o mal, y supongo que tabién querría hacer todo lo posible por animarme o aydarme a pasar el mal momento, dentro de sus posibilidades. ¿Qué la iba a hacer sufrir más? ¿Que le escamoteara la verdad, o decirle algo que tal vez le pareciese aun peor que cualquier tipo de desgracia que hubiese podido imaginar?

Ahora, a toro pasado, me parezco ridículamente exagerado, pero es que, a menudo, da la sensación de que de cara a algunas personas es peor ser transexual que ser atracador de bancos o drogadicto. No soy el único que siente temor hacia todas las situaciones en las que se hace necesario identificarse como persona transexual, pues en ese momento la reacción de las personas puede ir desde la hilaridad hasta los insultos, y nosotros no tenemos ninguna manera de controlarlo. Como mucho, podremos defendernos, pero no es nada agradable, y menos cuando los ataques nos vienen de personas a las que apreciamos (si hasta nos escuece que unas chinas desconocidas se rían…).

La cuestión es que al final, en mi penúltimo día de vacaciones, hablé a solas con mi abuela y más tarde con mis primas. Me habría gustado hablar también con mis tíos, pero el tiempo no daba para más. Lo bueno de haber dejado pasar varios días fue que todos habían notado algo, aunque, como más tarde dijo mi prima, nadie había llegado a juntar todas las piezas para hacer el puzzle. Mi hermana me facilitó el trabajo dejando alguna que otra pista (especialmente con mi abuela), y mi padre, sin quererlo, también dijo alguna que otra cosa que resultó desconcertante. Así que lo único que yo hice fue dar la solución cuando ya todos andaban bastante cerca de la clave.

Mi hermana tenía razón. La reacción de mi abuela fue sorprendente y totalmente inesperada. Simplemente, su primer pensamiento fue que el tratamiento quirurgico de las presonas transexuales de mujer a hombre era más difícil que a la inversa, y que eso suponía un problema para mi. Pero tampoco nada demasiado grave. Ni en cien años me habría podido imaginar algo así.

La reacción de mis primas fue normal. Un tanto por ciento de sorpresa, porque nunca lo habrían imaginado, otro tanto por ciento de «esto explica muchas cosas», alta dosis de interés en lo que respecta al protocolo médico, los cambios que puedo esperar, el tiempo que lleva, los riesgos que conlleva, la situación legal… Aunque con un pequeño matiz. Y es que al principio, cuando planteaba el tema a mis amigos, solían preguntarme «¿Estás segura?» Pero en la conversación que tuve en esta ocasión, la pregunta se había convertido en una afirmación: «si estás segura, entonces es lo mejor que puedes hacer». Parece una tontería, pero estos detalles son los que me sirven para intentar ver cómo es mi imagen ante los demás, como mirar mi reflejo en un espejo, y me dan a entender que de momento estoy siguiendo una evolución firme y correcta. Los demás sólo perciben seguridad cuando uno mismo está seguro.

Me he vuelto a casa dejando encargadas a mis primas de hablar con sus padres, y a mi abuela, de hablar con su hermana. Me habría gustado poder hacelo yo mismo, cara a cara, pero supongo que tendré que conformarme con esto y con una llamada telefónica, dentro de unos días. No dio tiempo a más.

A parte de todo esto, que para mi es sumamente importante, y un paso enorme dentro de toda esta aventura en la que me he metido yo solito, han estado las visitas a mis amigos lejanos. Todos ellos sabían lo que pasaba, pero ninguno me había visto en persona en los últimos 12 meses. ¿Cómo podría explicar lo bien que te sientes cuando te saludan usando el nombre que realmente sientes, en lugar del otro, erroneo? ¿La sensación de que te traten como lo que eres a pesar de que tu cuerpo vaya diciendo a gritos lo contrario? El sentimiento indescriptible el día que E.S. me dijo por teléfono «si alguna vez te hablo en femenino, que sepas que es sólo por la voz, que me confunde», o cuando escuché que Manel y Rosa, para hablar de mi entre ellos usaban el nombre de Pablo. Supongo que para una persona cuya identidad se ha ido formando poco a poco, desde la infancia, de una manera natural, un apretón de manos, o su nombre escrito al lado de un número de teléfono no significa nada. Pero para mi, sí.

Vuelvo a casa con la sensación de que ya tengo hechas todas las cosas que me quedaban pendientes, al menos lo importante, y que puedo dedicar todo el tiempo que me queda hasta que empiece con el tratamiento hormonal a intentar hacer la situación más fácil a los que aun les cuesta un poco de más trabajo, pero con la tranquilidad de que, en efecto, como me dijo July en su momento, me irá bien. Se sufre mucho con todo esto, pero… merece la pena.

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Intolerancia (Q.E.D.)

El sábado pasado fui de compras con Marta, que necesitaba urgentemente algo de ropa. Marta es una chica transexual bastante jovencita, que aun no se hormona, pero que espera empezar a hacerlo pronto (el psicólogo le dará el informe el mes que viene). Además de la ingrata tarea de tener que «salir del armario», ahora también le toca la más grata, pero también cara tarea de renovar su propio armario.

Ese día Marta estaba triste. Había tenido una fuerte discusión con su familia y por su cabeza comenzaban a pasarse imágenes de un futuro bastante triste y bastante negro. No voy a dar detalles, pero su estado de ánimo estaba bastante cercano al mío cuando escribí este post. Aún así, nos fuimos de compras.

Como no tenemos mucho dinero, entramos en una tienda de chinos, de esas en la que la ropa es una mierda, los dependientes no entienden ni jota de lo que les preguntas y te atienden mal, pero es todo tan barato… y  Marta vió unas botas de caña alta que le gustaron, así que pedimos su número de pie para probarlas. Doscientos años más tarde, apareció la dependienta (una mujer china de mediana edad) con las botas y nos las dejó para que las probaramos, aunque sin quitarnos el ojo de encima, como suelen hacer en ese tipo de tiendas.

Yo no hablo chino, pero hay cosas que se entienden sin necesidad de compartir el mismo idioma, y la cara de aquella mujer al ver que era Marta y no yo quién se probaba las botas, lo dijo todo. Una sonrisa como si acabasen de contarle el mejor chiste del mundo, y luego unas palabras en tono humorístico con la cajera. Carcajadas sonoras por parte de ambas, miradas para nada disimuladas hacia donde estabamos Marta y yo, y comentarios ininteligibles para mi, pero cuyo sentido era muy claro: «ese chico es un travesti, que risa».

Unos minutos después llegó otra chica, jovencilla ella, y junto con la señora de mediana edad se entretuvieron en «seguirnos» descaradamente, con mucho interés por ver como un hombre se entretiene en comprar ropa de mujer, aunque debimos decepcionarlas bastante, pues al poco rato se cansaron y regresaron a sus quehaceres. Marta no daba saltitos ni grititos, y yo (que no se si a esas alturas pensarían que también era una chica transexual, una lesbiana camionera, o una tía con pésimo gusto a la hora de vestir) tampoco daba ningún espectáculo. Éramos sólo una chica y un chico normales comprando ropa.

Lo cierto es que me dieron ganas de hacerles algún comentario al respecto (no soy de los que se callan, y menos en una tienda) pero como sabía que de todos modos la china no me iba a entender, decidí no gastar saliva ni esfuerzo en vano y escribir aquí mis impresiones, que fueron varias.

En primer lugar, que no está bien reirse de los clientes. Uno corre el riesgo de que te monten un pollo en la tienda. Tal vez debí pedir el libro de reclamaciones. Quizá aun lo haga, después de todo, pero yo sólo.

En segundo lugar, que uno nunca debe burlarse de los demás, por muy «burlable» que el otro nos parezca. Es cruel reirse de una persona que no tiene la certeza de que dentro de un mes vaya a continuar formando parte de una familia. Igual podrían haberle dado un sartenazo a Marta en la cabeza, tal vez le habrían hecho menos daño. (Sí, creo que voy a ir a pedir el libro de reclamaciones, y así nos jodemos todos por igual).

En tercer lugar, que hay que ser realmente imbécil para ser un chino en España y reirse de otra persona. Supongo que su desconocimiento del español les debe hacer ignorar que en nuestro idioma existen expresiones tales como «engañarle a uno como a un chino», «cabrearse como un chino», «trabajar como un chino», y que, en definitiva, los chinos, al igual que los transexuales, son materia de chiste en nuestra cultura.

Realmente, hay que ser imbécil para burlarse de alguien, sean cuales sean las circunstancias personales. No existe nadie totalmente normal. El hombre blanco, español en españa, con una familia modelo y un sueldo bueno, es posible que no sepa que está llamando «hijo» a la persona equivocada, y eso es algo que a todo el mundo le da mucha risa. Es posible que ese mismo hombre «normal» tenga un hijo o hija homosexual, o transexual, lo cual también resulta muy divertido, o que se le caiga el pelo y se quede calvo, que se corte una pierna en un accidente laboral y se quede cojo (a muchas personas las minusv

alías les resultan taaaan divertidas), que su esposa le esté poniendo una cornamenta diga del macho alfa de una manada de ciervos, etc… Siempre, siempre, nuestra vida tendrá algo que nos convierta en una víctima potencial de las burlas y miradas ajenas.

Llego con esta reflexión a donde quería llegar. Una persona intolerante es una persona imbécil, puesto que la propia intolerancia hace que la vida sea mucho más difícil para las personas intolerantes. Reirse de los demás le convierte a uno mismo en una persona ridícula. Podemos concluir por tanto que llevar a cabo este tipo de actos que solo sirven para hacer sentir mal a los demás, al final también nos hacen sentir mal a nosotros mismos. Llevar a cabo, de manera gratuita, acciones que al final acaban perjudicándonos a nosotros mismos es de ser bastante imbécil. Por tanto ser intolerante, es de ser imbécil. Q.E.D («Quod erat demonstrandum» es una locución latina que significa “lo que se quería demostrar”).

Tengo que decidir todavía si pongo o no pongo la hoja de reclamaciones. La tienda está lejos de mi casa, pero cerca de la oficina donde trabajo. Quizá vaya mañana.

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Una semana movidita.

Esta semana pasada no he tenido tiempo de escribir, y casi ni de pensar. Empecé el lunes pasado, en el que el día se presentaba ajetreado. A primera hora tenía visita con la psicóloga ¡¡¡Por fin!!! Después de todo lo que me ha costado lograr llegar hasta ella estaba muy, muy nervioso. También quedé con dos amigos del foro “el hombre transexual”, en el que estoy teniendo la oportunidad de conocer a otros chicos transexuales en diversos puntos de su transición, desde los que, como yo, están dando sus primeros pasos, hasta los que ya lo tienen todo hecho y se dedican a aconsejarnos, animarnos y tranquilizarnos a los más novatos.

Me estoy desviando del tema.

Como decía, aprovechando que iba a Málaga, quedé con dos chicos que, muy amablemente se ofrecieron a servirme como comité de recepción, y mientras estaba en la sala de espera, tuve la oportunidad de conocer a otras personas transexuales… Es un sitio curioso la sala de espera de la psicóloga de la UTIG, tanto que escribiré más adelante un post sólo para hablar de ello.

La visita a la psicóloga fue… uhm… anodina. Es decir, tal y como me había esperado. Se limitó a tomarme los datos familiares, a preguntarme como me siento, cómo se ha tomado mi entorno todo esto, y a explicarme cómo funciona el protocolo médico para diagnosticar y tratar los casos de trastornos de identidad de género. Hubieron ciertas cosas que me sorprendieron, como, por ejemplo, que en ningún momento me preguntó mi nombre, y lo dejó en blanco en varios sitios. Yo podría habérselo dicho, claro, pero pensé que quizá aun no era el momento adecuado. No sé por qué, pero no me pareció que tuviese que decírselo todavía.

También me comentó que, según el protocolo recomendado por la fundación Harry Benjamin, el diagnóstico de disforia de género se realiza en unas 6 o 7 sesiones, lo que significa que para mayo ya podría empezar el tratamiento hormonal, o estar a punto de empezarlo. Sin embargo, no me hago muchas ilusiones, ya que la mayoría de la gente tarda más tiempo, a veces uno o dos años, y a algunos no les dan nunca el informe de disforia de género.

Sea como sea, la cuestión es que ya estoy dentro del proceso, y eso me hace sentir mucho más tranquilo. Después de pasarme una buena temporada estancado, las cosas por fin se empiezan a mover.

Después de la visita a la psicóloga aun me quedó tiempo para tomar un café con el “comité de recepción malagueño”, pero no pude quedarme tanto tiempo como me habría gustado, ya que esa misma mañana tenía una entrevista de trabajo allí, en Málaga. No tenía muchas esperanzas de que me lo dieran porque fui vestido de chico, y eso, para un aspirante a un trabajo de oficina, ese es un pecado que no se puede cometer. En los trabajos de oficina, un hombre tiene que ser un hombre y vestir como tal, y una mujer tiene que ser una mujer y vestir como tal. Las personas que, como yo, estamos en tierra de nadie, no tenemos nada que hacer. Así es la vida.

Hice la entrevista tranquilamente, y en cuanto terminé, me marché corriendo, ya que esa misma tarde tenía otra entrevista de trabajo, aunque esta vez, en Granada.

Con esa segunda entrevista tenía más esperanzas, ya que era para trabajar como encuestador y… bueno, en ese tipo de empleos, que consisten en patearse la calle y pasarse el día llamando a las puertas de las casas, no quiere trabajar casi nadie, y cogen a todo el mundo.

Tal y como imaginaba, de los de la primera entrevista no he vuelto a saber nada, pero de la segunda salí con trabajo esa misma tarde. De modo que he vuelto a trasladarme de casa, y he retornado a un estado de semi-independencia que debo reconocer que no está nada mal.

Ahora llevo una semana trabajando como encuestador, y, la verdad, estoy muy contento. No gano mucho dinero, de hecho gano bastante poco, pero al menos me llega para mantenerme, y, además, no trabajo a tiempo completo, si no a tiempo parcial, con lo que me queda tiempo para seguir preparando la oposición e incluso un poquito para vivir (que es lo que estoy haciendo en este momento, con gran satisfacción).

De momento no tengo internet en casa, pero me he traído el ordenador para practicar mecanografía, y de esta manera en mis ratos libres podré aprovechar también para escribir los posts de este blog, que luego colgaré desde un cibercafé. También quiero aprovechar para darle un tironcillo a los tres proyectos literarios que tengo empezados y parados desde hace siglos: el libro del hombre que encontró un gato (intenté meterle caña aprovechando el NaNoWriMo, pero me fue imposible), la biografía de un pariente mío (muy interesante) y los relatos de “ser y parecer” inspirados en personas que conozco.

En resumen, que el futuro cercano se presenta con perspectivas muy agradables. Trabajo agradable que me deja tiempo para mí y mis planes a largo plazo, semi-independencia de mis padres, con todas las ventajas de vivir solo y ninguno de los inconvenientes, y varios proyectos interesantes que desarrollar poco a poco. ¡Ah! Y el próximo día 30 de diciembre, la segunda cita con la psicóloga.

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