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Mi bienestar no es un regalo

Esta entrada conecta, sorprendentemente, con la anterior.

En la entrada anterior comentaba que muchas personas se interesaban por mi bienestar, con gran preocupación, como si me estuviese recuperando de una enfermedad grave. Les resulta difícil entender que yo soy feliz no «a pesar» de ser transexual, sino precisamente «por» ser transexual.

La otra cara de la moneda es cuando algunas personas se ponen en contacto conmigo (generalmente a través de chats) para hacerme una batería de preguntas que sigue un guión similar al siguiente:

– Hola ¿cómo estás?
– ¿Cuantos años llevas con las hormonas?
– ¿Te has operado?
– ¿Cuando? ¿Cuanto tiempo estuviste en lista de espera?
– ¿Te dolió? ¿Eres feliz ahora? ¿Me mandas una foto de las cicatrices?
– ¿Cuanto te mide el clítoris? ¿Qué técnicas hay para operarse de abajo?

Juro que lo del clítoris me lo preguntan con bastante frecuencia.

Es lo único que les interesa de mí. Qué modificaciones he realizado en mi cuerpo. Llegan, preguntan intimidades a bocajarro, y se van. A veces regresan al cabo de un par de semanas y repiten la tanda de preguntas porque han recibido informaciones contradictorias y necesitan un refuerzo positivo.

Me molesta mucho, y no consigo que entiendan por qué. Así que me enfado, y me frustro, porque esas personas vienen en busca de ayuda, y en lugar de eso, se llevan un rebuzno. Un rebuzno inútil, porque no consigo hacerles entender que sus preguntas son inapropiadas, y no lo consigo porque me ha llevado bastante tiempo de reflexión darme cuenta de cual es el problema en realidad.

El problema en realidad es que realmente no quieren que responda a sus preguntas, sino únicamente, que confirme sus creencias. Necesitan que les diga que si soy feliz y tengo ganas de vivir es porque me he operado, ya que así podrán mantener la esperanza de que las operaciones les harán felices a ellos también.

En las noticias sobre la sentencia del Tribunal Supremo que condenan a la Xunta de Galicia a pagar la operación de Charlotte Goiar, se acompañan algunas declaraciones de ella. «No he sido feliz un sólo día de mi vida». Ella sueña con nacer de nuevo en la cuarta década de su vida “y encontrar alguien que me dé trabajo, y un hombre que me quiera”. Y espera que todo eso ocurrirá cuando se opere. Esa es la promesa de la medicina: si completas el «proceso transexualizador» nacerás de nuevo y en esta segunda vida todo será de color de rosa (porque, al parecer, las personas que no son transexuales no tienen problemas). Cuando Charlotte ya no tenga un pene, se obrará una magia que hará que de repente los empresarios le ofrezcan ese trabajo que antes se le negaba por la presencia en su cuerpo de un órgano genital cuya existencia en realidad los empleadores desconocían.

Esa magia es la que se espera que yo encarne. Es necesario que la causa de mi felicidad sea la acción médica sobre mi cuerpo y mi mente, porque así, las personas que no me conocen de antes, pueden cerrar los ojos y dejarse llevar a través del proceso infalible, como adormecidos en una balsa sobre un río caudaloso, para que cuando por fin despierten, todo haya acabado y puedan ser felices también. Yo estoy bien, luego el proceso funciona.

Y si las personas cisexuales no pueden entender que yo no soy feliz a pesar de ser trans, sino precisamente a causa de ser trans, estas personas trans tan necesitadas de esperanza no pueden enteder que yo no soy feliz a causa de los protocolos y procesos médicos, sino a pesar de ellos. En realidad, ni siquiera se lo plantean. Por eso me preguntan por las hormonas, por las cirugías, y por nada más, porque creen que ahí está la receta del éxito.

Es más fácil pensar eso, que comprender que mi lucha ha sido, la mayor parte del tiempo, contra el proceso médico que ha pretendido encajonar y medir mi identidad como requisito previo a que los cancerberos me permitiesen atravesar las puertas de acceso a los servicios médicos a los que debería haber podido acceder en plano de igualdad con el resto de la población. Nadie me ha regalado nada. Cada gramo de la felicidad que tengo me lo he ganado yo. No me ha venido dado por ningún proceso médico, sino que me he tenido que esforzar primero en asumir quien no soy, luego en aprender quien soy, después en aceptar quien soy, en hacer que los demás lo aceptaran, y a no sentir culpabilidad por nada de ello, ni a sentirme inferior a nadie, ni a permitir que otros me hicieran sentir inferior. Esa lucha todavía hoy continúa.

Y, sí, la posibilidad de modificar mi cuerpo, hace que mi vida sea más feliz, que pueda mantener mi identidad de género con mayor facilidad, especialmente porque cuando me miro al espejo no tengo que pelearme conmigo mismo para comprender por qué yo soy y no soy la persona que se refleja, y porque cuando me desvisto no tengo que repetirme que el tener o no tener pechos no me hace más o menos hombre. Sin embargo, estos cinco años no han sido una pausa hasta «terminar el proceso». Después de la primera sesión con la psicóloga en la UTIG decidí que no iba a permitir que la medicina regulase mis tiempos, y he sido capaz de mantener esa decisión.

Por eso me molesta que se me quiera convertir en la encarnación del éxito del proceso médico. Porque el proceso médico no sólo no me ha regalado nada, sino que me ha quitado mucho (sobre todo, mucha dignidad y autonomía), y porque me jode que ahora el mérito de mi esfuerzo se le atribuya al proceso médico.

Me jode muchísimo que me preguntes cuanto tiempo llevo hormonándome, cuando me salió el primer pelo en la barba, y cuantos gallos tiré el tercer mes. Me jode todavía más que primero  me digas que «hay muy poca información» y luego me pidas fotos de mi torso mutilado cuando escribiendo «mastectomía FtM» o «mastectomía transexualidad», Google coloca este blog en segunda y en cuarta posición respectivamente. Me molesta muchísimo si lloras «ay, ojalá yo pudiera» y en tu país estas operaciones están cubiertas por los servicios públicos sanitarios, como si las pérdidas que tú puedes sufrir fuesen de mayor importancia que las que tuve yo. No soporto que creas que la receta del éxito es la misma que la de la testosterona, y que el volante para la felicidad te lo hace el médico cuando decide que estás preparado para pasar por cirugía. Lo que menos soporto de todo es cuando, al ver que nada de esto funciona, te sientes engañado y maldices a la sociedad que te discrimina y te niega la felicidad.

No hay recetas para la felicidad. La felicidad no es una cosa fácil de conseguir (y si no, podéis preguntárselo a mi amiga Mello, que precisamente hace poco escribía sobre lo mismo). Me jugué todo lo que tenía y lo perdí, con la excepción de a mis amigos, que siempre estuvieron a mi lado. He vivido el momento pavoroso y terrible en que te das cuenta de que ya no puedes estar peor, y he conseguido encontrar fuerzas para levantarme casi todas las mañanas, con hormonas o sin ellas. He probado suerte repetidamente en el amor y cuando no ha salido bien no le he echado la culpa al destino. Me he obligado a trabajar, a estudiar, a escribir y a ayudar hasta superar mi límite por mucho… varias veces. Me he obligado a viajar para ver a mis amigos, cuando me sentía tan desgastado que lo único que quería era dormir. Así es como he conseguido ser feliz. Pregúntame por eso, y no pretendas convertirme en el paradigma del triunfo del paradigma médico, porque te voy a decepcionar. Por favor, sobre todo no me preguntes cuanto me mide el clítoris, porque la respuesta no te va a gustar.

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Estoy bien, gracias

Dice la Dra. Esteva (fuente inagotable de declaraciones y artículos), citándose a si mísma en un artículo publicado en el libro Transexualidad, adolescencia y educación: miradas multidisciplinares (enlace afiliado) “Para el adolescente transexual, comenzar a comportarse y a vivir de acuerdo con su sexo de identificación y no de acuerdo con su sexo biológico, constituye un arduo trabajo consistente en aprender y cumplir con las expectativas que el entorno social tiene en relación con los roles atribuidos a cada sexo.”

Es una declaración sorprendente, teniendo en cuenta que lo que yo he visto en adolescentes trans es justo lo contrario (y mi experiencia, como adolescente, y como adulto, también lo es). Empezar a desempeñar el rol de género elegido por uno mismo, y no el que otras personas han elegido para ti no representa un “arduo trabajo”, sino una experiencia muy gozosa, cuando no se ve acompaña de cosas como insultos por la calle, acoso escolar de los profesores o de los compañeros, y peleas en casa, frecuentemente acompañadas de la amenaza de que tus padres te van a echar.

Lo que sí que es muy complicado y angustioso para un adolescente trans es lo contrario: aprender y cumplir con las expectativas que las personas a su alrededor tienen en relación con la identidad de género que se le asignó al nacer, y que no es suya. De hecho, en el mismo libro, la propia Dra. Esteva señala que la necesidad de ir a clase manteniendo la apariencia de pertenecer al sexo asignado al nacer hace que muchos adolescentes trans se planteen abandonar (o abandonen) los estudios. Situación que ella propicia gracias a su política de no hacer nada y seguir tratándole con el género que se le asignó al nacer hasta que sea mayor de edad, a ver si a base de reprimir y joder a la pobre criatura, resuelve su confusión respecto a la identidad de género, porque claro, cuando alguien decide que su identidad de género no es la que le han asignado los médicos, es que se confunde. No se van a haber confundido los médicos, claro.

Sin embargo, la entrada de hoy no va de esto. Va de reencuentros veraniegos.

Hay una serie de personas a los que yo llamo “conocidos lejanos”. Es gente a la que no ves con mucha frecuencia, pero con la que tienes cierto trato de cuando en cuando. Es la cajera del supermercado que te sigue tratando en femenino aunque te vea con barbas porque no sabe qué otra cosa hacer, es el vecino que sigue llamándote campeón si se sube contigo en el ascensor, justo ese sábado que habías salido maquillada y con minifalda, dispuesta a comerte el mundo. Son gente, generalmente bienintencionada, que por un respeto mal entendido, hace como si no se diera cuenta de que eres trans, y con la que no tienes confianza suficiente para decirles algo (y tampoco te merece la pena, porque en realidad sólo pasas con ellos cinco minutos al mes).

Los conocidos lejanos tienen una categoría especial que es la gente que conoces de veranear. Esas amigas de la infancia con las que perdiste el contacto y que de repente están ahí, los amigos de tus padres que van a comer el domingo, los primos a los que ves de higos a brevas…

Excepto por el amigo al que conozco desde hace unos 18 años, pero que no se acuerda de mí porque se quemó el cerebro a base de fumar porros, y seguramente más cosas (el pobre se pasó un verano entero disculpándose con todo el que suponía que conocía, por si acaso le había hecho algo malo u ofensivo), esos conocidos han empezado a hacer una cosa bastante extraña: se me acercan y me preguntan con mucho interés que cómo estoy. “Estoy bien, gracias”, respondo yo educadamente y sin darle ninguna importancia, aunque ya se bien por donde van. Aún así, insisten… qué como estoy, que si soy feliz ahora, que lo importante es que cada uno sea feliz con sus cosas…

Me dan ánimos y se interesan por mí como si estuviese recuperándome de una enfermedad grave. Como si hubiese terminado la quimioterapia hace poco o algo así y ahora estuviese en periodo de restablecimiento después de una larga convalecencia.

Tardé un poco en relacionar las dos cosas, el interés por mi salud y las declaraciones de la Dra. Esteva, pero cuando lo hice, recordé que ese es también uno de los tópicos respecto a los adultos trans: que aprender el rol del otro género es muy difícil.

Hay más tópicos médicos, como el tópico de que el “cambio de sexo” es un “proceso largo” que consta de una serie de pasos sucesivos, que todo el mundo debe seguir por el mismo orden y en los mismos plazos (plazos muy dilatados en el tiempo, para que te de tiempo a adaptarte a esa cosa tan difícil), y que cuando se acaba, da como resultado una especie de restablecimiento de la persona a una situación de salud y cese del sufrimiento (incluso cuando ese proceso no se sigue “hasta el final”).

Así que ahora la gente me ve, ve que ya he llegado “hasta el final” (o vete a saber qué fantasías, pensamientos y curiosidades morbosas albergan respecto a mis genitales… y luego los enfermos mentales y pervertidos somos nosotros), y se acercan para darme ánimos en mi recuperación, que, por otra parte, presumen que nunca será del todo completa ya que, según el relato mayoritario, la vida de la persona trans es una vida de sufrimiento, la sociedad siempre te va a marginar, y en general, te espera una vida de fracaso afectivo y laboral bastante inevitable.

Yo intento explicarles que no, que las cosas no son así, pero… ¿Cómo hacer eso con los conocidos lejanos? Es prácticamente imposible. Mis “estoy bien, gracias”, se leen como “acepto mi situación con alegre resignación”, y no puedo ir más allá, porque son conversaciones veladas sobre temas no nombrados, basados en el entendimiento y en el sobreentendimiento (y en el malentendimiento, sobre todo).

No pueden entender que no sólo se puede ser trans y feliz, sino que, además, esa felicidad no es “a pesar de” sino precisamente “a causa de” ser trans. No pueden enteder que soy yo el que siente compasión por ellos, por haber conocido sólo un lado de la vida, por ignorar que la vida, además, es un poliedro con muchos lados, y no sólo una moneda de dos caras. Agradezco su interés y su preocupación (porque podrían haberme odiado y rechazado, y porque sé que algunos de ellos ayudaron a mis padres durante su propia salida del armario), pero no comparto el pensamiento de que el ideal de la experiencia de vida humana sea la heterosexualidad, ni la bisexualidad. Si pudiese volver a nacer, pediría volver a ser trans, o, tal vez, tener un cuerpo intersex.

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Respecto a la entrada anterior

Tengo que decir que me porté mal con el chico al que iba referida la entrada anterior.

En la conversación que tuvimos, él no iba hablando con maldad. Entre otras cosas, lo que escribí no ocurrió todo a renglón seguido, sino que eran ideas que iban apareciendo al hilo de una conversación que se basaba en la confianza. Él se dio cuenta un par de veces de que me había dicho algo que me molestó, y de hecho me dijo que si me estaba molestando, que se lo dijera. Sin embargo, no se lo dije, porque me pareció que había muchas probabilidades de que eso llevaría a una discusión en la que él terminaría enfadándose y bloqueándome para siempre y jamás de todos los lugares del mundo mundial. Yo estaba muy cansado (como siempre), y no me apetecía arriesgarme a eso.

Sin embargo, al mismo tiempo, también le estaba quitando la posibilidad de hacer lo contrario. Es decir, la posibilidad de no enfadarse, de replantearse las posturas asumidas sobre lo que cada cual puede esperar en la vida y en la sociedad, y de darme una conversación interesante y enriquecedora.

Le seguí la corriente, y se quedó muy contento. Al día siguiente, después de un día duro para él, llegó a mirar y mi blog (nunca había entrado) y se encontró esa entrada hablando de él. Si yo hubiese estado en su lugar, me habría sentido fatal. Humillado y ridiculizado, utilizado por una persona a la que había otorgado confianza. Él se sintió así, y con razón, y yo me comporté como un auténtico cabrón sin compasión. Tenía un motivo: mi cansancio, mis problemas, pero lo que hice fue trasladarle mis problemas a él, de modo que mi cansancio terminó convirtiéndose en su humillación. Peor aún, no escribí esta rectificación que estoy escribiendo ahora, hasta mucho tiempo después (¿Cuanto ha pasado¿ ¿Dos semanas?).

Aún así, aquella noche, hablamos, me disculpé, y me perdonó. Yo no sé si habría hecho lo mismo en su lugar. Por ese motivo, no he dejado pasar los comentarios de aquella entrada, así que aprovecho también para disculparme con las dos personas que os tomasteis la molestia de escribir para dar vuestra opinión, al tiempo que os lo agradezco.

Unos días más tarde, aquel chico volvió a decir algo que me molestó (pero esta vez me lo reservaré para mí, porque ya he metido la pata lo suficiente), pero ese día decidí decirle que me había molestado. La discusión que yo temía que se produjese la primera noche, se produjo en esa ocasión. Él se enfadó muchísimo, yo le expliqué que soy insoportable y lo mejor que puede hacer es alejarse de mí a toda prisa (un consejo que le doy a mucha gente, y que suelen aceptar con gran frecuencia) y me bloqueó de todos los sitios del mundo mundial.

Ya son casi 5 años aprendiendo a vivir de otra forma, y a estas alturas he encontrado una forma de estar en el mundo que es mía e intransferible, muy peculiar, y, al parecer, incompatible con el resto del mundo en general. Después de cinco años, todavía conozco gente que tiene ideas que yo nunca había pensado, que me sorprenden, que le pueden dar un giro a la forma de ver las cosas. No lo he visto todo, y me queda mucho por aprender (¡Viva!), pero también he visto muchas cosas, he hablado con mucha gente, y he aprendido a prever algunas situaciones.

¿En qué medida mi primera sospecha de que tendría una pelea fue decisiva para que la pelea se produjese finalmente? Si hubiese hecho las cosas bien, en la segunda ocasión él no estaría resentido (un resentimiento natural) y tal vez no le habría disgustado que le dijese que me había molestado su comentario ¿Fue una profecía autocumplida?

Por otra parte ¿cómo me puse yo en una situación así? El generar contenidos sobre transexualidad (blog y videos, principalmente) hace que mucha gente se ponga en contacto conmigo. La mayoría, son personas agradables a las que me alegro de conocer. No obstante, en otros casos, encuentro personas que sienten una cierta fascinación por la transexualidad, y lo que buscan es, simplemente, revalidar una imagen mental, más o menos romántica, de lo que somos las personas transexuales. Las víctimas luchadoras que cambian de sexo, que tratan de acercar su cuerpo «equivocado» («nací en un cuerpo equivocado») al modelo de cuerpo «correcto», es decir, cisexual.

Esto ocurre, generalmente, con personas que sienten el binario como algo natural e indiscutible, y entienden que la vida sólo tiene dos  modelos para vivirla: la de los hombres, y la de las mujeres. Por eso piensan en «cambio de sexo», y pueden decir cosas como «es un chico, pero antes era chica», o «es un chico que quiere ser chica», porque no conciben que el tránsito es nunca, y es siempre, que las personas estamos siempre transitando dentro de nuestros cuerpos y las posiciones que ocupamos en el mundo. El único tránsito, en esta vida, es el que hacemos todas las personas hacia el momento de nuestra muerte, pero como decía mi abuelo, la vida es corta, pero ancha, y las personas con identidades trans la estamos transitando en diagonal, y también en zigzag. Algo que no tiene sentido para quien cree que sólo hay dos maneras de ser, y tratan de colocarnos, una y otra vez, en una de las dos lineas paralelas, los dos caminos que ellos conocen, con candorosa torpeza, y con una inevitable frustración al reconocer que sus esfuerzos no sólo no son comprendidos, sino que son rechazados, en ocasiones con violencia (como hice yo).

Es un conflicto complejo, entre el que desea ayudar, y el que no desea ayudado. Como cuando quieres echar una mano y te dicen «para hacer lo que estás haciendo, mejor te apartas». Pienso que debe haber una forma de solucionarlo, pero lo cierto es que estoy ya tan cansado, que no doy para más.

P.D. En esta entrada sí que dejaré pasar los comentarios.

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Mastectomía bilateral: ahora sí hablo de la operación (III)

La operación fue el 20 de marzo. Me desperté sobre las 8 u 8:30, que la hora a la que las enfermeras empiezan a pasarse por las habitaciones. Termómetro, tensión arterial, desayuno… no desayuno tú no, que te van a operar. Podría haber mirado la hora, pero no quise saberla. No quería estar contando los minutos que faltaban hasta el incierto momento de mi entrada en el quirófano (y preocupándome por si mis padres podrían llegar a tiempo o no), así que preferí mantenerme en la ignorancia.

2013-03-18 Hospital

La habitación del hospital vista desde mi cama

Esa noche dormí como un tronco a pesar de que en el hospital, por la noche, hacía demasiado calor (o eso pensé yo las dos noches que pasé antes de operarme. Sin embargo, después de operarme, no volví a notar más el calor. Supongo que por eso los hospitales están tan calientes… un día tengo que preguntárselo a alguien que sepa de estas cosas). El diazepan que me recetó la anestesióloga hizo su trabajo. El único problema era que me desperté con un poco de malestar general, y me dolía la garganta. Me estaba empezando a acatarrar. «Anda que si ahora me mandan otra vez para casa, y el mes que viene vuelta a empezar todo el lío…», pensé para mí. Luego decidí dejar de pensar chorradas.

De repente, la habitación se llenó de gente. Claro, tampoco es que fuese una habitación palaciega, sino que era más bien pequeña (aunque suficientemente grande para alojar a dos enfermos con un máximo de dos visitas. A la gente le gusta que las habitaciones de los hospitales sean muy grandes… Nunca he entendido por qué ¿piensan ponerse a bailar ahí dentro, con las vías enganchadas y los drenajes colgando?). En realidad eran 3 ó 4 personas, que, además, tenían un poco de prisa. Me hicieron volver a firmar el consentimiento informado de la anestesia… yo les expliqué que no, que esa era una copia en blanco que me habían dejado para que la leyese tranquilamente, pero la enfermera insistía «¿Ves? Aquí pone que lo tiene que firmar el paciente», así que volví a firmar, porque me costaba menos trabajo y por tener dos consentimientos en vez de uno, no pasa nada. «¿No llevas nada, nada más que el pijama?», preguntaron. «No», respondí yo. Ya me habían avisado la noche de antes que para la operación no podía llevar más que el pijama del hospital. Ni calzoncillos, ni nada. Lo bueno es que como ya he pasado por tres operaciones, tengo experiencia en estas lides, y sé que no se puede llevar ropa interior, porque estorba a la hora de ponerte una sonda para la orina. Así que no llevaba nada. Se siente uno un poco violento al ir sin calzoncillos o bragas por la vida, pero lo que me incomodaba de verdad era haber tenido que quitarme la camiseta para disimular el pecho, ya que las camisas del pijama del hospital no están hechas para gente que tenga tetas, y parecía que se fueran a salir de un momento a otro. Me sentía muy violento. A mis padres no les dio tiempo a llegar (por tan sólo 10 minutos).

Luego, el paseo en la cama hasta el quirófano. Es una manía mía, pero a mí ese momento me resulta aterrador. Nunca puedo evitar pensar que podría ir al quirófano por mi propio pie y darme ese último paseo, pero me llevan en la cama para tenerla preparada, ya que a partir de que me tumbe en la camilla del quirófano, voy a pasarme un buen tiempo sin poder volver a moverme. Si en algún momento soy consciente de la buena salud de que disfruto, es cuando estoy subido a una cama, de viaje hacia el quirófano (y eso que cuando va uno al quirófano es, precisamente, porque no está muy bien de salud).

El quirófano también estaba lleno de gente. Recordé que cuando me operé del estómago, en un hospital privado, el quirófano era mucho más pequeño, y había la mitad de personas, aunque la operación era muchísimo más compleja y peligrosa (además, las enfermeras que estuvieron, era la primera vez que participaban en una operación así, y lo consideraban prácticamente un honor, por las conversaciones que fui escuchando los días siguientes). Mientras toda aquella gente se dedicaba a sus cosas, el cirujano (luego supe que el Dr. Lara, pero en aquel momento yo no tenía ni idea de quien me iba a cortar y sacarme un par de buenos trozos del cuerpo) empezó a hacerme los dibujos de la operación. Sobre el pecho desnudo, obviamente. Es decir, sobre las tetas. Aunque, la verdad, sentía tanta curiosidad, que no me resultó incómodo ni vergonzoso. Luego, de paso, anotó otras cosas:

– ¿Cuanto mides? – preguntó

– 1,68

Con el rotulador anotó 1,68 un poquito más abajo de la clavícula.

– ¿Y cuanto pesas?

– 88 kilos – digo yo que habría sido más fiable que me pesaran ellos. El cirujano anotó 88kg bajo el dato anterior.  Y alguna cosa más anotaría, porque cuando me desperté tenía el pecho lleno de números. Parecía una pizarra.

Mientras, escuchaba a dos personas hacer en voz alta los cálculos de la anestesia que me iban a poner. Se los decían el uno al otro, y luego los repetían, varias veces. No sabía si sentirme inseguro porque tuviesen que repetirlos tanto, o sentirme tranquilo porque los estaban repasando bien. Decidí sentirme tranquilo, aunque sólo fuera que cuatro ojos ven más que dos.

Luego me fui a la camilla. Me tomaron la vía en el dorso de la mano izquierda, y me dolió (no mucho, pero sí que me dolió). Luego me introdujeron algún líquido (supongo que sería la anestesia). Pensé «no voy a quejarme, no voy a quejarme»… pero al final me quejé. Aquello dolía como su puta madre («¿Qué?» preguntó el anestesista, al escuchar mi referencia a la puta madre, alzando un poco las cejas. Era un señor mayor con la barba muy poblada. «Que duele mucho», aclaré yo. «Ah, sí, se nota bastante al entrar, pero no te preocupes, que enseguida se te pasa», y siguió a lo suyo. Al pobre le deben haber dicho ya de todo.) Mi recomendación es que si alguna vez os tenéis que quejar en un quirófano, no hagáis como yo. El clásico «ay, ay, ay», es muchísimo mejor y más elegante.

Alguien me puso una mascarilla. «Tranquilo, que es sólo oxígeno. Respira hondo.» Yo pensé para mí que eso no era oxígeno ni de coña, pero respiré hondo igual, porque lo que uno quiere cuando le van a operar, es estar bien anestesiado y no notar el dolor. Después de eso, fundido en negro.

Soñé algo, pero no recuerdo qué. Cuando las enfermeras me despertaron, ya estaba en la sala de reanimación. En mi sueño, soñaba que tenía que hacer algo, pero no sé el qué, y me desperté con la sensación de que tenía que ir a alguna parte. Sin embargo, en cuanto desperté, sabía donde estaba. Pregunté la hora, y me dijeron que eran las 11:45. Hice el cálculo mental: aproximadamente dos horas y media de operación. Todo había ido bien y estaba vivo. Además, no me habían puesto la dichosa sonda de la orina, que es una cosa muy desagradable, y me regocijé por ello.

Siempre que me despierto de una anestesia, pregunto qué hora es y calculo cuanto ha durado la operación. No sé por qué lo hago, pero sé que en ese momento, conocer la hora es algo muy importante para mí.

Estuve aproximadamente una hora y cuarto en la sala de reanimación. Lo normal es entre hora y media y dos horas, pero yo estaba totalmente despierto al cabo de un ratito. Supongo que los enfermeros, para esas cosas, se guian por criterios objetivos de pulso y tensión arterial. Yo sólo sé que cuando me sacaron de allí estaba perfectamente bien y aburrido como una ostra de mirar el techo.

Por fin pude ver a mis padres, que me dijeron que el compañero les contó que habían llegado tarde por diez minutos. Esperaron hasta que el cirujano les dijo que todo había salido bien, y se fueron a comer mientras yo estaba en reanimación. Les conté las pruebas que me habían hecho. Hablamos de tonterías. Yo estaba perfectamente. Al cabo de un rato, llegó la madre del otro chico, que ya había entrado en el quirófano, y también hablamos. Le dije que estaba bien, que no me dolía nada (no me dolía nada) y ella se puso muy contenta al ver que me encontraba tan bien. Luego llegó otra amiga, que trabaja de enfermera en el hospital, y también hablamos. «¡Qué bien estás! ¡Qué buena cara tienes!»

Fue increible. Las otras veces que me he operado, me desperté fatal de la anestesia. Nunca he tenido nauseas, ni vómitos, pero sí la peor resaca de mi vida. Claro que las otras veces yo pesaba 140kg, y me tuvieron que poner una dosis de anestesia para caballos. Supongo que por eso esta vez estaba mejor… ¡Pero es que estaba muy bien! A media tarde, me dejaron beber una manzanilla, a ver si toleraba el líquido. Me sentó estupendamente.

Por supuesto, miré hacia abajo, a ver cómo me había quedado. Fue lo primero que hice en cuanto mi madre me subió un poco el respaldo de la cama. Hasta aquel momento, yo había leído en foros, y visto en reportajes (ahora alguien me dirá que tal vez veo demasiados reportajes) las experiencias de gente que se había operado, lo que decían que habían sentido después de la operación, tan maravilloso… Reconozco que cuando miré hacia abajo por primera vez lo hice con la ilusión de caer en una experiencia de éxtasis teresiano. Menudo chasco. Con tantas vendas como tenía en la zona, hacía tanto bulto que la apariencia era exactamente la misma que  lo que veía cuando llevaba la camiseta compresora. Más tarde, ya en la noche, pregunté al chico de la otra habitación como se veía, y me dijo lo mismo, que con tantas vendas, se veía igual que antes (obviamente, le pregunté por whatsapp, claro, porque no estaba par ir dándome paseos por allí).

Sin embargo, todo llega. Fue varios días más tarde, cuando ya me pude empezar a duchar. Con el pecho inflamado, los pezones negros, los cortes como dos sonrisas macabras en mitad del torso, la piel fruncida alrededor de los puntos a causa de la inflamación y de la presión de las vendas (tenía mis dudas de que eso fuese a quedar bien, pero ahora empiezo a estar más tranquilo), me metí por primera vez en la ducha, y al hacer el gesto de inclinarme al por el jabón, y echar en falta el peso y el movimiento de las tetas… en ese momento sentí tanto alivio que pensé que me daba igual que se quedara bien o mal. Aunque me hubiesen puesto un pezón delante y el otro en la espalda, me habría importado un bledo.

A eso llegaré en la próxima entrada (¡Paciencia! ¡Creo que ya será la última sobre el tema!).

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Mastectomía bilateral, también conocida como la operación para quitarte las tetas (I)

Me llamaron por teléfono para avisarme de que había un quirófano libre cuatro días antes de ingresar. Fue el día 14 de marzo (sobre los nervios que me entraron y demás preparativos, ya hablé en esta entrada). Tenía que ingresar el día 18, pero no me operaban hasta el día 20, lo que suponía estar un día y medio antes en el hospital. Después de hablarlo con mi madre, decidimos que lo mejor era que fuese yo solo, y ya vendría ella el día 20, porque, la verdad, no sé qué pintamos toda la familia allí, en el hospital, mirándonos las caras durante dos días.

Para ir, cogí el autobús. Normalmente voy a Málaga con mi coche, porque el autobús Motril-Málaga pertenece a la línea «Almería-Algeciras» y va parando en muchos pueblos. Elegí el más directo, que sale de Motril a las 10:00 y llega a Málaga sobre las 12:30 (en coche, en cambio, tardo sólo una hora en llegar, dependiendo del tráfico que encuentre). De paso, aproveché para quedar a comer con una amiga que vive a 5 minutos del hospital, y que me trató a cuerpo de rey (los tortellini a la carbonara más buenos del mundo). Menos mal, porque esa misma noche descubriría que la comida que ponen en el hospital no está muy buena que digamos.

Llegué al hospital a las 4 de la tarde en punto, tal y como me habían dicho, al Pabellón B, planta primera, cirugía plástica, aunque nada más entrar al pabellón vi una oficina que ponía «admisiones», y pensé que lo primero que tenía que hacer era pasarme por allí. Una señora me preguntó el nombre, lo buscó en la lista y… No estaba.

Creo que no puse mucha cara de espanto. Al menos, intenté no poner mucha cara de espanto ¿Se habían equivocado al llamarme y darme cita? ¿Se había cancelado la operación y no me había avisado nadie? ¿Me había equivocado yo de día? Horror y terror. La señora me indicó que subiera a la planta de cirugía plástica y pidiese allí una orden de ingreso, y luego la bajara. Por la forma en que lo dijo, me dio la impresión de que no es algo poco habitual que una persona llegue a ingresar y en admisión no tengan la orden de ingreso. No es de extrañar, ya que en un hospital tan  grande debe ser más o menos sencillo que se te «escape» algún paciente. A veces también ocurre en los hoteles, aunque los hoteles suelen ser más eficientes en ese sentido ya que, después de todo, su trabajo consiste en hacer ese tipo de cosas, mientras que el trabajo de los hospitales suele ser cuidar la salud de la gente.

Con el corazón en un puño, subí a la planta de cirugía plástica, y allí me localizaron muy rápidamente (que alivio) y me dijeron que ahora llamaban al encargado de guardia para que hiciera la órden, aunque en ese momento tuve la sensación que de la cosa iba para largo. Empecé esperando de pie, pero al cabo de media hora me dijeron que casi mejor que me fuese a la sala de espera de quirófano, donde podría esperar sentado. Mucho mejor, ya que tardaron casi dos horas en hacer la dichosa orden.

Al principio de la espera, me mosqueé un poco, pero luego me di cuenta que, esperase en la sala de espera del quirófano, o en la habitación, ya no iba a salir del hospital en una buena temporada. No tenía nada qué hacer, ni ningún sitio donde ir, así que… ¿Qué más me daba que tardasen cinco minutos o tres horas? Saqué mi libro electrónico y me puse a leer.

No me llevé el ordenador porque mi madre me advirtió con buen criterio que si la habitación se queda sin vigilancia, cualquiera puede entrar y llevarse lo que sea. De hecho, el libro que me llevé era uno que tenía con pantalla de TFT (un mp5, dicen que se llama) y que ya no uso desde que me compré el Kindle, que es mucho más cómodo para leer. Decidí no llevar libros en papel pensando que después de operarme tal vez no podría levantarlos, por el peso, y fue una buena idea. También pienso que si me hubiese llevado el ordenador, tampoco habría podido usarlo mucho, ya que en la mano izquierda me pusieron una vía súper molesta, pero ya hablaré de eso más adelante.

Finalmente conseguí la orden de ingreso, bajé a admisión, la entregué, me dijeron el número de habitación, y volví a subir. Las habitaciones son dobles y tienen dos sillones para las visitas. Mi compañero de habitación era un marroquí algunos años mayor que yo (andaría por los 40), que en aquel momento charlaba animadamente con su mujer, mientras veían «Sálvame» en Telecinco. Tenía la cortina echada,  y se limitó a saludarme con un gruñido.

La televisión era compartida, y había que pagar (no recuerdo si 2,40€ diarios) para verla. Como él pagaba, él tenía el mando. Si hubiese estado yo sólo, no habría pagado. No veo la televisión ni en mi casa cuando es gratis, como para verla pagando en el hospital. También me daba bastante igual su elección de canales, aunque luego, cuando supe por qué estaba ingresado en el hospital, empezó a darme más igual todavía.

Esa tarde me hicieron un análisis de sangre. Mientras la enfermera hacía la extracción, me contó que en la habitación 130 (la mía era la 128) había otro chico que se iba a operar de lo mismo ¡Qué pena que no nos pudieron poner juntos! Pero no importaba, porque como a mí todavía no me habían operado, podía ir perfectamente a visitarle, aunque no hizo falta, porque un rato más tarde nos llevaron juntos a hacernos una placa de torax, y ahí nos conocimos.

El otro chico es un muchacho de Huelva, muy jovencillo (no daré muchos datos, porque no sé si a él le gustaría) que empezó su proceso a los 14 años, con el apoyo de su familia. La verdad es que me cayó muy bien, y también su madre. Me alegro de haberles conocido a ambos ^_^

Al día siguiente por la mañana, mi habitación se llenó de médicos que venían a ver a mi compañero de habitación. Había tanta gente que me agobié y les pregunté si preferían que me fuese, porque estaban ahí, comentando cosas de la salud del otro hombre, y me sentía invasor de su intimidad. Uno de los médicos me dijo que, de cara a la mastectomía, tenía que afeitarme el pecho, y me sugirió que aprovechase para hacerlo en ese momento. Así que, ni corto ni perezoso, me fui al mostrador a pedir maquinillas de afeitar (yo me olvidé de echar mi neceser, con la maquinilla y el cepillo de dientes). Me dieron dos: una muy buena, que cortaba que daba gusto, y otra malísima. Al otro chico que se iba a operar también se le olvidó la maquinilla de afeitar, y las que le dieron eran de las malas. Moraleja: si te vas a operar, llévate tu maquinilla de afeitar.

Nada más terminar de afeitarme, me hicieron un electrocardiograma, y nos llevaron, al otro chico y a mí, a ver a la anestesista, que nos dijo que todo estaba bien. A aquellas alturas yo todavía no había conseguido enterarme de a qué hora me operaban, y me interesaba para que mis padres pudiesen programarse el viaje. Sin embargo, el otro chico tenía más información. Según le habían dicho, uno entraría en quirófano alrededor de las 9:15, y el otro cuando saliera el primero. Otro amigo me había comentado que es una operación que dura unas tres horas, así que yo eché la siguiente cuenta: si uno entra a las 9 y sale a las 12, el otro entra a las 12 y sale a las 3. Si los médicos entran a trabajar a las 8 de la mañana, pues ya está la jornada laboral completa. Luego se lavan las manos, salen y se van a su casa comer, como cualquier otro funcionario. Supongo que las cosas no serán así (o tal vez sí), pero imaginar que mi operación, tan extraordinaria y trascendental para mí, formaba parte de la rutina diaria del médico, como es para mí vender en mi tienda, me tranquilizó un poco. Lo fastidioso del tema es que toda la información que tenía venía de amigos y conocidos, y no del personal del hospital. A mí me parece que las cosas no se deben hacer así.

Total, que la anestesista me dijo que todo estaba bien, y me dio a firmar el consentimiento informado de la anestesia. Yo le dije que lo quería leer, un poco asustado después de la experiencia de la cita con el cirujano, hace dos años, quien se molestó un poco porque quise leer lo que iba a firmar. Sin embargo esta vez no pasó nada. La anestesista me dijo que no sólo tenía derecho a leerlo, sino que era conveniente que lo leyese. El único problema era que no había tiempo para que lo leyese en la consulta (es un poco largo), y si en vez de firmarlo allí lo firmaba fuera, cabía la posibilidad de que se extraviase y sin consentimiento informado no me podían operar. Así que le pedí que me diese uno en blanco (la idea no fue mía, fue del cirujano aquella vez que fui a verlo). Yo le dejaba su copia firmada, y me llevaba otra para leerla. Después de todo, el consentimiento informado se puede revocar en cualquier momento antes de la operación, así que…

Del resto de las cosas que pasaron antes de la operación (¡Sí! ¡Hay más!) y de lo de después de la operación, seguiré hablando en otra entrada, que esta ya se empieza a alargar un poco ¡Así mantengo la intriga!

 

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Gente transexual en Motril

Hace un par de meses, empecé a ver a una chica trans por Motril. La primera vez, la vi mientras iba al trabajo, y ella estaba esperando el autobús en la parada que hay cerca de mi casa, con una señora que supuse que sería su madre. No estaba 100% seguro de que fuese trans, porque es muy jovencita, y a esa edad los rasgos no están muy definidos que digamos. Supuse que volvería a verla, si solía coger el mismo autobús, porque Motril tiene unos 50.000 habitantes (así que uno puede estar toda la vida sin cruzarse con una persona en concreto) pero sólo tiene 3 paradas de autobuses, para los autobuses que van y vienen de los pueblos de alrededor, y tampoco es que haya muchos autobuses al día, así que…

Pensé que debería haberme acercado a ella, pero, igual que me ha pasado otras veces ¿Qué le digo? Le digo «¿oye, eres trans?» ¿Cómo afectaría eso a su autoestima? De todas formas, iba con bastante prisa, y… bueno, que no me paré.

Algún tiempo más tarde, la volví a ver en el mismo sitio, pero yo iba por la otra acera. Ahí sí me habría acercado, pero entonces el autobús llegó, y ella subió. Se me escapó otra vez.

Finalmente ayer me la encontré al salir del trabajo. Yo salí de la tienda y iba rumbo a la biblioteca a devolver unos manuales de la UNED, para el cuatrimestre próximo. Era de noche, estaba cansado, y no me fijaba mucho en lo que había a mi alrededor… hasta que escuché una voz trans. A la gente le sorprende que yo me guío más por el oído que por la vista, seguramente porque escucho muy bien, pero veo menos que un gato de yeso (las gafas compensan, pero no es lo mismo). El problema es que, como veo menos que un gato de yeso, para comprobar de quien era esa voz, si realmente era una voz trans, y si la trans en cuestión era la misma que he visto en la parada de autobús… tuve que girarme descaradamente. Y sí, era ella. Iba hablando animadamente con una amiga (¡Bien por ella! No todxs lxs trans pueden decir que tienen amigas con las que salir en público), y como iban justo en sentido contrario al mío, cuando me quise dar cuenta, ya se me había vuelto a escapar.

El problema es que esta vez la amiga se dio cuenta de que yo me había girado a mirar. Es más, me giré dos veces… ¡Y la segunda, ella se había girado también para mirarme a mí! Ya estábamos en el quinto pino (unos 50 metros de distancia), así que era imposible que le dijese «perdona, esto no es lo que parece…» porque seguro que tanto ella como la amiga pensaron que soy un gilipolllas que se le ha quedado mirando porque nunca ha visto una chica trans.

Pero es que… nunca he visto una chica trans aquí. Y sé que las hay. Está la prima de la cuñada de mi ex novio, que empezó el proceso antes del verano. Le he dicho a la cuñada de mi ex que le de mi teléfono, por si quiere contactar conmigo, pero no debe querer (y me parece raro, porque ha montado una asociación, así que debería tener interés en buscar más gente ¿no?). Quizá ella sea la chica que me estoy encontrando últimamente. Se que hay un chico trans que está casado con una chica y vive totalmente en el armario, no muy lejos de donde tengo la tienda, pero no tengo ni idea de quien pueda ser. Sé que mi hermana tenía una compañera de clase trans, pero puede que ya no viva aquí, y sé que antes que yo, otra chica hizo el cambio de nombre y sexo legal, porque me lo comentaron tanto en el Registro Civil como en la comisaría (puede que fuesen dos chicas distintas, puede que fuese la misma chica, e incluso puede que fuese la compañera de clase de mi hermana). Es decir, tirando por lo bajo, somos 4 personas trans. Que yo sepa. Probablemente debemos ser más. Sin embargo, no nos conocemos entre nosotrxs. Diría que lxs demás, en realidad, no tienen interés en conocer a otras personas trans.

Sin embargo, puede que algunx de ellxs, de vez en cuando, se meta en internet a buscar información.Si unx de ellxs lo ha hecho, y por casualidad me encuentra, ya sabe que puede escribirme. A lo mejor hasta resulta que me reconoce… (y, de paso, puede que me reconozca algún transfílico que iba buscando contactos de prostitutas transexuales en Motril. Si ese es tu caso, has llegado al sitio equivocado). Si eres la chica del otro día, ya sabes por qué me volví a mirarte. A ver si tengo la oportunidad de decírtelo en persona, porque sé que esas cosas molestan, y me dio pena dejarte con tan mal sabor de boca…

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Visita a la ginecóloga

Hay un momento en la vida de un hombre transexual en la que tiene que decidir si se somete a una extracción de ovarios y útero (histerectomía, para entendernos, aunque creo que la histerectomía en si sólo incluye el útero… si alguien lo sabe y me saca de la duda, se lo agradecería). Este momento ocurre la primera vez que tu médico te habla sobre ello y tú tienes que pensar «me opero», o «no me opero». Lo bonito de este asunto es que si te decides por «me opero» ya nunca podrás cambiar de opinión, mientras que si te decides por «no me opero», podrás volver a dedicir en el futuro, cada vez que quieras.

Creo que no he explicado aquí por qué no me quiero operar (o puede que sí), pero mi decisión, en este momento, es «no me opero». Tanto una cosa como la otra, tienen sus riesgos (decididamente, voy a escribir un post sobre el tema, a ver si durante esta semana me da tiempo), y cuando hablé sobre ello con mi endocrina de la UTIG me comentó que la decisión estaba en mis manos, pero que dos de los pacientes de allí habían tenido cáncer de ovario… cosa que es imposible que ocurra si no tienes ovario porque te lo han extraído. Así que si no me quiero operar, vale, pero en ese caso sería conveniente que me hiciese revisiones ginecológicas de vez en cuando.

Como los consejos de los médicos me los tomo muy en serio (para eso ellos han estudiado medicina y yo no), me hice el firme propósito de hacerme una revisión ginecológica, y me puse una fecha «límite»: cuando consiguiese el nuevo DNI. Porque los médicos te tienen que tratar igual de bien si tienes el DNI como si no lo tienes, pero está claro que si lo tienes, la protección legal es mayor y de más fácil de solicitar. NO SIGNIFICA que si no tienes el DNI no dispones de protección alguna. Simplemente, si lo tienes, la protección es mayor.

Así que primero conseguí el nuevo DNI, y luego la tarjeta sanitaria, que me dio algunos problemas, y, finalmente, cuando fui a mi médico de cabecera para que me metiese en la nueva tarjeta sanitaria las recetas de testosterona, también le pedí que me enviase al ginecólogo para una revisión.

Tengo que decir que, al parecer, en la UTIG de Málaga hay un ginecólogo, del que personalmente nunca he tenido noticias, y al que nadie me ha enviado a ver nunca, pero que aparece en todos los documentos que la UTIG publica sobre si misma como una prestación sanitaria. Según he escuchado por ahí, la misión de este señor (o señora, que no sé si es un hombre o una mujer) es hacerte una revisión justo antes de que te operes de histerectomía, y no mientras no te vayas a operar. En cualquier caso, no es algo que me preocupe mucho. No tengo ningún interés especial en que me visite un médico que trabaje en la UTIG. Es más, prefiero que no lo haga. El personal que trabaja allí no ha demostrado ni tener más sensibilidad, ni conocimientos, ni buen trato, que los médicos que me han atendido en otros sitios. Generalmente la atención ha sido tan buena como en otros sitios (por ejemplo, estoy muy contento con mi endocrina, aunque me consta que otra gente no lo está), y en ocasiones, ha sido peor. Entonces ¿para qué perder una mañana de trabajo, y recorrer cientos de kilómetros?

En mi centro de salud me dieron cita para 3 semanas después, a la 16:15 de la tarde. Una hora estupenda, fuera del horario comercial, que me permitiría llegar a tiempo, después de comer, y salir también con tiempo de abrir mi tienda como cualquier otro día.

Me olvidé del asunto (más bien, procuré no pensar mucho en ello) hasta el día de antes. De hecho, para no pensar mucho, ni siquiera lo comenté con mis amigxs. Sin embargo, el día de antes empecé a ponerme un poco nervioso, y me preparé la manera en que podría abordar al ginecólogo o ginecóloga, para explicarle de manera correcta lo que quería, y no darle lugar a hacer preguntas que me pudiesen molestar.

Tengo que confesar que en mi interior ya estaba disfrutando de manera anticipada del susto que le iba a dar al pobre ginecólogo o ginecóloga (no sabía lo que era, porque en las hojas de la cita no pone el nombre del facultativo que te va a atender… me gustaría saber a qué se debe eso, especialmente cuando la ley señala como deber de los pacientes conocer el nombre de su médico). Me imaginaba que daría un salto en la silla, o pondría cara de confusión, o intentaría disimular su sorpresa… en fin, ese tipo de cosas que pasan. Y es que, en el fondo, me gusta provocar. Un poco. Bueno, bastante.

Otro pensamiento que se me venía ocurriendo era que uno de los problemas de las visitas al ginecólogo es que tienes ahí a una persona que no te agrada, hurgándote en partes que… bueno, son privadas ¿no? Quizá si los ginecólogos fuesen todos muy guapos, las mujeres y los hombres trans gays o bisexuales, iríamos con más alegría a las consultas. A lo mejor mi ginecólogo se parecía a Iker Casillas, o a Angelina Joolie… Si fuese así, me iba a sacar un abono para ir a visitarlo 10 veces al año 🙂

Sin embargo, como suele ocurrirme con estas cosas, no di ni una en mis previsiones. La ginecóloga era una señora de unos 50 años, gordita, que no me pareció atractiva (¡Pero tampoco repulsiva! Simplemente, no está dentro de mi rango de edad), e increíblemente amable. Cuando entré, le dije que soy un hombre transexual y llevo 3 años en tratamiento con testosterona (así, todo seguido, para no darle lugar a pensar que un hombre transexual es una mujer transexual, como suele creer la mayoría de la gente), pero que, de momento, no tengo previsto operarme de histerectomía, por lo que mi endocrina me había recomendado que me hiciese una revisión ginecológica, a ver si estaba todo bien, aunque seguramente los órganos estarían bastante atrofiados.

La ginecóloga tuvo la desfachatez de no asustarse ni un poquito. En realidad, me dio la sensación de que, o bien conocía ya a alguna persona transexual, o bien había leído cosas y no conocía a nadie, pero estaba sensibilizada con el tema. Porque sabía de qué le estaba hablando, pero se la notaba insegura al hablar, como sintiendo que pisaba sobre terreno poco firme… es decir: sabía cosas, y también sabía qué cosas no sabía, que es algo mucho más difícil, y que requiere haber pensado bastante tiempo sobre un asunto.

Me trató con muchísima amabilidad y respeto. De todas las veces que he ido al ginecólogo, es la que menos daño me han hecho, ya que como no sabía muy bien donde estarían mis órganos (al estar atrofiados), iba con un cuidado excepcional. En cuestión de 10 minutos ya estaba listo. A falta de los resultados de la citología, me ha dicho que estaba todo bien, y que hasta dentro de un par de años o así, no hace falta que me haga otra revisión.

Así que 10 minutos y listo. A quince minutos de mi casa, sin tener que dejar mi trabajo. Mucho menos molesto que tener que ir hasta Málaga para que me atienda un médico de la UTIG. Definitivamente, la descentralización de la atención médica a las personas transexuales, no sólo es posible, sino imprescindible.

También, mucho menos peligroso, doloroso y costoso que tener que someterme a una cirugía y estar varios días de baja. Sin cicatrices, y sin tener que renunciar a mis derechos reproductivos. Creo que de momento, paso de esa operación. En el futuro, ya veremos, pero ahora… ni de coña.

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Tres anécdotas curiosas.

Primera anécdota: venta de pelucas en la trastienda (que no en la.trans.tienda)

Cuando mi madre puso la ferretería, estaba en una callecita estrecha, rodeada de casas bajas al estilo de las de los pueblos. Justo en frente, vivía una familia que tenía un hijo un poco mayor que yo, y una hija un poco más pequeña. En aquella época, yo tenía 4 años, y mi hermana estaba a punto de nacer.

Se puede decir que nos criamos en aquella tienda, hasta que yo empecé a tener edad suficiente para volver sólo del colegio, con mi hermana pequeña. Esto sería a los 8 años, cuando mis padres me colgaron una llave del cuello, para que no se me perdiera. Años después leí un reportaje que hablaba de los niños de “la generación de la llave al cuello”. Al parecer, mis padres no son tan ocurrentes como se pensaban. Según aquel artículo, los niños de la llave al cuello crecimos desatendidos por nuestras madres, que trabajaban demasiado, y arrastraríamos varias carencias afectivas. Yo, la verdad, creo que no tengo más carencias afectivas que el resto de las personas trans que conozco. Si tuviese que destacar algo que se me quedó grabado como “niño de la generación de la llave al cuello” es que jamás he perdido una llave. He perdido de todo, casi hasta pierdo la cabeza, pero las llaves, nunca.

Mi hermana y yo (pero, sobretodo yo por razones de edad) pasábamos mucho tiempo en casa de los vecinos de enfrente, y desde entonces las dos familias tenemos cierta amistad. Así que no es raro que hace unas semanas Rosa, la madre de la familia, se pasara por la tienda a pedirme consejo.

– Te voy a hacer una pregunta – me dijo con la voz gangosa. La pobre tuvo un cáncer de garganta, y la operación le afectó al habla, pero ella, con mucho ánimo, dice que está contenta porque, por lo menos, lo puede contar, aunque sea con esfuerzo. También se le cayó el pelo debido a la quimioterapia, y ya no le ha vuelto a salir -, y si quieres me respondes, y si, no, no.

– Venga, dime.

– ¿Tú no sabrás donde venden pelucas?

La sorpresa que se llevó cuando le dije que yo mismo vendo pelucas, fue mayúscula. Resulta que ella tenía que ir a una boda, y no sabía como hacer para quedar bien, porque mientras estuvieran fuera, podía ponerse una pamela, pero ¿y cuando entraran al convite? ¿Iba a estar en la mesa con su pamela puesta? Sin embargo, había recorrido todo el pueblo, y no había encontrado ningún sitio donde vendiesen pelucas.

Así que la hice pasar a la trastienda de la ferretería, donde tengo almacenadas las cositas de la.trans.tienda, y le mostré varias pelucas (aunque desde el principio supe cual iba a ser la que le quedaría bien). No la compró en ese momento, porque quería que la viera su hija, pero se marchó dando saltos de alegría, literalmente.

Al día siguiente, ella y su hija volvieron, eligieron la peluca, y se fueron más contentas que unas pascuas. Luego Rosa se pasó por la peluquería para que le arreglaran un poco el corte a la peluca, y así poder dejarla un poco más a su estilo. Ahora la usa a diario, y la verdad es que parece que sea su pelo de verdad (incluso mejor, porque no es que antes tuviese una gran cabellera).

A veces tener un negocio trans clandestino en el vecindario puede ser mucho más beneficioso de lo que se espera.

Segunda anécdota: el primo de la termomix.

Tengo un primo lejano, que es lejano a nivel de parentesco, y también geográficamente, ya que es de Barcelona, pero vive en Mallorca. Hace años que no lo veo, desde antes de empezar mi transición, pero él si ve a mi hermana, y yo veo a la suya, así que tenemos noticias mutuas en diferido.

Este primo, además, es gay. Salió del armario aproximadamente un año después que yo (aunque en realidad nadie pensaba que fuera heterosexual), por lo que mi salida pudo servirle para tantear a su familia.

Pues bien, ahora se dedica a vender termomix, y está bastante contento, y mi hermana, que sabe que estoy bastante canino de pasta, me preguntó si me interesaba algo de información. La verdad es que ya no doy para hacer más cosas (sólo me falta ponerme una escoba en el culo e ir barriendo por donde paso), pero oye, por informarse no pasa nada ¿no?

Al cabo de una semana, el primo me envió un whatsapp, más o menos así:

–          Hola, me ha dicho tu hermana que estabas interesado en la termomix.

–          ¡Hola! –respondí yo.

–          ¿Sigues interesada?

A ver, en un momento dado, cualquiera se equivoca al usar el género de la persona con la que está hablando. Nos pasa a todos y a todas, y a todes. Sin embargo, escribiendo con dificultad en un móvil, equivocarse es bastante más complicado. Estoy seguro de que no se equivocó, sino que lo hizo a propósito.

–          No estoy interesada en nada – le respondí

–          Disculpa.

–          OK

Y seguimos hablando de la termomix como si nada, pero a mí me sentó como una patada en la barriga, la verdad. Porque de golpe me vi transportado a una época pasada, en la adolescencia, cuando íbamos en la misma pandilla, y yo era la chica rara de la que era divertido reirse. En un pueblo donde no había gran cosa que hacer, burlarse de mí era una diversión lícita para mucha (no toda) gente.

Todavía hoy en día se que esa gente sigue ahí, lejana, pero suficientemente cerca como para “volver” el día menos pensado. Para ellos sigo siendo, ahora más que nunca, la misma chica rara, fea, condenada a la soledad sentimental, y al fracaso familiar. Muy posiblemente, ahora más que antes, hacer chistes sobre mí será una diversión lícita y estimulante.

¿Qué podía haber hecho para defenderme? ¿Decirle que es un gilipollas transfóbico e introducirme en la categoría de “histérica”? ¿Comentarle que siendo un maricón debería respetar un poco más a los demás, aunque sólo fuera por haber experimentado en primera persona lo que es que te traten mal? ¿Decirle que, puestos a decidir quien es un hombre y quien no lo es, por lo menos a mí sí me gustan las mujeres (que socialmente es uno de los requisitos para ser considerado como hombre)? No había una buena respuesta posible (o si la había, yo la desconozco). Lo más elegante era callarme y apartarme.

Evidentemente, no quiero saber nada más de la termomix o de lo que sea que tenga que ver con él. Aunque si una persona como este chico, que no sabe que lo más elemental para vender es no insultar de entrada a los posibles clientes, está ganando dinero con eso, deben vender sorprendentemente bien.

Tercera anécdota: lo que tiene el no afeitarse.

Ayer volvió Rosa (la de la peluca) por la tienda, aunque esta vez quería comprar cosas de ferretería. Yo llevaba barba de ya no se cuanto tiempo, porque con todo el follón este de sacar la ley de transexualidad para Andalucía no tengo tiempo ni de respirar (lo de dormir quedó atrás hace ya mucho tiempo), y, desde luego, no tengo tiempo de afeitarme.

Rosa es una de esas personas que todavía me hablan en femenino, y también es una de esas personas a las que todavía no me he visto con ánimo de corregir (jo, es que son tantas… daros cuenta que llevo en la tienda desde los 4 años…). La verdad es que el problema de que me traten en femenino se solucionó en gran medida cuando salí en un breve reportaje de un par de minutos en TVE. Mucha gente lo vio, y los que no lo vieron se enteraron por los que sí lo habían visto. De la noche a la mañana, la gran mayoría de las personas que todavía me trataban en femenino, empezaron a tratarme en masculino, a saludarme por mi nombre, y algunas hasta me felicitaron por lo bien que había salido en la tele J. Yo se lo aconsejo a cualquiera: si queréis que vuestros vecinos os acepten como trans, salid en la tele. Al menos mi experiencia ha sido muy buena, y no he tenido ningún problema al respecto (ni siquiera en los vestuarios del gimnasio, donde la mayoría de la gente no sabía que era trans).

Lo que pasa es que Rosa ahora sale muy poco de casa, y tampoco tiene mucho tiempo para ver la televisión. Así que siempre he entendido que cuando me habla en femenino lo hace de buena fe (no como el capullo de mi primo), sobre todo porque a la gente le cuesta muchísimo trabajo imaginar que puede llegar a encontrarse, en su vida cotidiana, con una persona trans.

Sin embargo, esta vez tenía demasiada barba. Y por fin, después de, supongo, bastantes años con ganas de preguntarme, se atrevió:

–          ¿Por qué te sale barba? – me dijo, después de disculparse por anticipado por la pregunta.

–          Porque soy un hombre – le respondí yo, sin darle mayor importancia.

La pobre entró en estado de shock (lo que confirma que, en efecto, iba de buena fe). Se lo tuve que repetir dos veces más, para poder reanudar la conversación, porque la pobre se quedó sin saber qué decir, ni que cara poner. Se volvió a disculpar, me dijo que no sabía, se disculpó de nuevo… Y yo “no te preocupes, que no pasa nada”, diciéndolo, además, de verdad.

Luego me preguntó por mi hermana, que si se había casado.

–          ¿Mi hermana? No, que va. Vamos, es que no entra ni en sus planes.

–          Pero… pero… ella es… ella no es… Quiero decir que ella no es como… como tú ¿no? Quiero decir que ella es una mujer – evidentemente, la pobre seguía sin salir del shock.

–          Sí, ella es una mujer, pero no se ha casado.

Luego me estuvo contando que una de sus hijas se ha separado del novio, y que ahora está muy disgustada porque… ¡Ya tiene 31 años! En cuanto se quiera dar cuenta, se pone en los 40, y luego en los 50… Una desgracia, la verdad.

Supongo que para la mayoría de la gente resulta difícil de entender que hay más cosas en la vida que casarse, tener hijos, y luego tener nietos. Supongo que, por tanto, es fácil pensar que si alguien no se ha casado al llegar a cierta edad es, sencillamente, porque se trata de una persona que, como yo, tiene algún grave defecto que la convierte en “incasable” o “no capaz de tener una familia”.

Mi abuelo (que vivó 89 años) decía que la vida es corta, pero ancha. Yo me preguntaba por qué lo repetía tanto… ahora se que lo hacía porque es muy fácil olvidarse, y vivirla como si fuese estrecha y tan sólo hubiese una opción.

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De bajón

Estoy de bajón. Todo empezó, curiosamente, con una buena noticia: por fin iba a conseguir el nuevo DNI.

Debería haberme alegrado mucho, y me alegré, sin duda, pero me quedaba un regusto amargo. ¿Cómo se lo iba a decir a mis padres? Ese regusto amargo fue subiendo poco a poco, hasta convertirse en un auténtico sabor a miedo. Cuando has pasado miedo, pero miedo de verdad, y una angustia que te llena hasta alcanzar cada fibra de tu ser hasta paralizarte de modo que si puedes moverte es sólo a base de vencer esa angustia en cada momento del día… ya nunca vuelves a quedarte igual. Al menos yo no me he quedado igual. Quizá otras personas más fuertes sí puedan recuperarse, pero en lo que a mí respecta… el tiempo lo cura todo, pero no lo deja como nuevo.

Ese tiempo de miedo fue cuando les dije a mis padres que era transexual, y me echaron de casa, y estuve muchos meses preguntándome cómo iba a sobrevivir, o si iba a sobrevivir. Las cosas con mis padres han mejorado desde entonces, pero no lo suficiente como para que cada vez que tengo que decirles algo importante relacionado con el tema de la transexualidad no me quede paralizado. Ya me pasó cuando entré en la lista de espera para las cirugías… me costó muchísimo decírselo a mi madre, lo pasé fatal, con mucha angustia, pero al final se lo dije, y ella no hizo ningún escándalo, ni me echó de casa otra vez, ni nada. Simplemente trató de persuadirme debilmente, adelantándome lo mucho que me iba a doler el postoperatorio y diciéndome «si estás bien así…» Lo cual, si bien indica que no ha entendido nada de nada, y todavía está esperando que su hija vuelva, o algo así.

Me ha vuelto a pasar lo mismo con esto del DNI. Me he quedado paralizado de miedo… pero con una diferencia: cuando uno está hospitalizado, no puede valerse por si mismo, y necesita la ayuda de otros. Me preocupaba pensar que me vería solo en el hospital, y también cuando me diesen el alta. También me deprimía un poco pensar en pasar varios días convaleciente y sin visitas, la verdad. Además, lo de la operación, me afectaba sólo a mí. En cambio, lo del DNI, por una parte, no requiere de la participación de ellos… en casi nada. Por otra parte, les afecta en la medida de que sería necesario cambiar el nombre en las cosas que tenemos conjuntas.

Hace unas semanas mi abuela me contó que había intentado hablar con mis padres para ayudar a que me trataran mejor. Mi padre se enfadó muchísimo y dijo que él había firmado «Elena» delante del juez. Los actos solemnes ante la ley, tienen siempre un cierto halo místico, de configuración de la realidad, similar al de los actos religiosos. ¿Como se va a tomar mi padre el saber que he cancelado su acto y lo he substituido por uno mío? ¿Se lo tomará como una derrota? Recuerdo que cuando les dije que era transexual, mi padre me preguntó que era para mí un un hombre, y yo le dije que los hombres eran como él. Él tuvo un arrebato, se puso colorado de ira, y dijo que yo no era como él, y que no iba a serlo nunca. ¿Y si al decirle que he cambiado el DNI se lo toma como que intento ponerme por encima de él, y para demostrarme que yo no soy más que una simple mujer que no puede vivir sin la ayuda de un hombre, me vuelve a echar de casa? Es que no se trata de la posibilidad remota de que a unos padres se les ocurra echar a un hijo de casa, sino de la posibilidad de que se repita algo que ya ha ocurrido.

Seamos sinceros: mi madre me pidió que me fuese de casa… pero también yo me fui. Seguramente si no me hubiese ido, no habrían cambiado la cerradura para impedirme entrar, no me habrían puesto las maletas en la puerta, o me habrían echado violentamente. Seguramente, si no me hubiese ido, me podría haber quedado.

Pero también está la otra cara: antes de ese momento en que les dije que era transexual, yo ya llevaba una larga historia de discusiones violentas (no con violencia física, pero el dolor emocional también duele) con mi padre, y no me veía capaz de soportar ni una más. Mis padres me han ayudado siempre, pero también me han cobrado la ayuda… a un precio muy alto. En aquelo momento no me veía capaz de aguantar una sola discusión más. Y hasta ahora no la he tenido. Pero sigo reconociéndome incapaz de afrontar una sola discusión más. Ya lo he dicho muchas veces: no soy fuerte. Intento llegar a serlo, porque he aprendido que la debilidad es machacada sin piedad, pero todavía no lo he conseguido. Ni siquiera se me da bien intentarlo.

¿Y entonces? He decidido no decírselo y cruzar los dedos para que el no cambiar de nombre las cosas que debería cambiar no me perjudique en nada. Sí, debería decírselo, y un día u otro se lo tendré que decir (ellos son jóvenes, y yo también lo soy, tenemos muchas décadas por delante), pero de momento… no hay huevos. Para qué me voy a engañar. Todos los pensamientos y repensamientos no son más que excusas causadas por el simple hecho de que me falta valor para enfrentarme a mis padres sin saber qué reacción van a tener. También me falta inteligencia para pensar una forma de tantearlos sin que se enteren.

Eso también me deprime, porque mis padres son importantes para mí. Partiendo de eso, ya han venido las demás cosas: no tengo dinero, y cada vez menos. La crisis no tiene pinta de ir a amainar, por lo que conseguir mejorar mi situación económica no parece muy factible a corto plazo. Si mi situación económica es mala, sigo teniendo motivos para temer la reacción de mis padres. Tampoco puedo salir de Motril, ver a otra gente, despejarme… y aquí sigo sin conocer a nadie. Me siento solo. Eso me lleva a preguntarme qué cosa debo tener tan terrible para que nadie me quiera (me refiero a quererme como pareja… claro que es evidente que un estado de ánimo como este es bastante poco atractivo. Así no voy a ir a ninguna parte.) Últimamente me siento desbordado de trabajo, y también de gente con muchas dudas y muchos problemas, que me los cuenta y, claro, me preocupa (Vir, por si lo estás pensando, esto no va para nada por ti . En tu caso, sería al contrario ¡Demasiado me aguantas!), porque me duele ver mal a la gente, si están pasando por cosas que yo he pasado antes y sé que puedo ayudarles a llevar mejor, o, pero aún, si son mis amigos y están pasando por algo en lo que no les sirvo de ayuda en absoluto (a veces creo que hasta les molesto 😦 ). Y sí, mucha gente se acordó de mi en mi cumpleaños, y me han llamado para felicitarme, y un amigo me hizo una tarta que, por cierto, estaba muy buena, pero me pasé la noche solo en casa (y, para hacerlo más deprimente aun, era sábado), como la he pasado en muchos otros cumpleaños antes que este.   Si tuviese dinero, en lugar de quedarme esperando a que mis amigos viniesen aquí (para qué iban a venir aquí, claro, no es que haya nada importante. En dos años sólo he recibido dos visitas…) podría ir yo a verlos. También estaría menos preocupado por el tema del trabajo, y por la reacción de mis padres, y entonces me importaría menos que nadie me quiera, porque tendría menos necesidad de un abrazo, o de achucharme con alguien en el sofá, que es lo que realmente me está haciendo falta ahora. Y vuelta a empezar.

También tengo que decir que hoy me he levantado más animado (porque ayer me tocaba la inyección de testosterona, y eso es como inyectarse optimismo en solución oleosa intramuscular), y ya voy saliendo de la mala racha… A ver si llega ya el otoño, que es mi época favorita del año, y las cosas (todas las cosas) se empiezan a mover. Que llueva un poco, que empiecen las jornadas de cosas, las conferencias, y yo tenga la excusa o la oportunidad de viajar un poquito…

 

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¡Ya tengo el nuevo DNI! (A falta de una letra)

Justo al día siguiente de escribir una entrada comentando que ya estaba la partida de nacimiento, me llegó la partida de nacimiento a casa (¡que rápido!). Mi partida de nacimiento nueva, con mi nombre nuevo, y mi sexo legal nuevo… pero con solera, como si cuando nací la hubiesen hecho así. Ha costado, pero por fin está hecha y en mis manos.

Inmediatamente, fui a llamar por teléfono a los de Ryanair. Los muy **** te hacen llamar a un número de Reino Unido, a 0,10 libras el minuto, para que te atienda una española que vete a saber si no está en Madrid. Yo creo que lo hacen para disuadirte de que no molestes mucho, y, de paso, para que pienses “menudos hijos de la Gran Bretaña”, cuando en realidad, son irlandeses.

Total, que llamo, y después de 8 minutos esperando y viendo como subía el contador del precio del locutorio (fui a un locutorio para no llevarme sorpresas con la factura) por fin me atendió una chica. Le expliqué dos veces el problema: “he hecho un cambio de nombre y rectificación registral de sexo, amparándome en la Ley 3/2007 y quería saber si es posible cambiar el nombre del billete de avión” “¿cómo?” “que he hecho un cambio de…” etc. A la segunda ya había tomado nota de todas las palabras raras que le había dicho, y me puso en espera para consultar el caso. Cuando volvió me dijo que sí, que se podía hacer y que sólo me cobrarían 10€. Según la Ley, no deben cobrarme nada (disposición adicional segunda, para quien lo quiera mirar), así que cuando llegue el momento reclamaré la devolución. Sin embargo, una cosa es arriesgarse a que no te devuelvan 10€ aunque reclames, y otra cosa es arriesgarse a que no te devuelvan 100€, que es lo que cobran por hacer el cambio de nombre “normal”. La chica me explicó que lo hacían porque, de lo contrario, no iba a poder pasar por el control de la policía, cosa que yo sospechaba que podría pasar, efectivamente.

El segundo paso: pedir cita para hacerme el DNI. Lo que pasa es que durante el mes de agosto, no se dan citas para hacer el DNI. Así que pedí una cita para hacerme el pasaporte, que también vale como identificación. El problema es que para hacerte el pasaporte, tienes que tener primero el DNI, así que no veía muy claro como se podría arreglar este asunto. Al final, cuando llegué a la comisaría, les expliqué cual era el problema (otras dos veces, pero es normal, ya que seguramente va a ser la primera y última vez que de la puñetera casualidad de que alguien cambia de nombre y sexo lega durante el mes de agosto, teniendo que viajar en avión a primeros de septiembre) y en seguida me cogieron los datos para hacerme el DNI. A esto ayudó, por supuesto, que yo lo llevaba todo preparado.

Para hacerte el DNI nuevo necesitarás:

1)      El DNI viejo.

2)      Una foto de carnet.

3)      Una partida de nacimiento literal, expedida específicamente para obtener el DNI. Esta partida se diferencia de las normales en que viene firmada y sellada para demostrar su autenticidad.

Una vez entregado todo, en la comisaría envían la partida de nacimiento a Madrid, para que verifiquen que es auténtica (supongo que tendrán un archivo de firmas), y al cabo de un par de días, ya puedes ir a hacerte el DNI. La policía se queda con la partida de nacimiento que les das, así que es conveniente que cuando pidáis la partida de nacimiento, pidáis dos copias, y así no os pasa como a mí, que me he quedado sin nada (tampoco es que tenga mucha importancia).

Al cabo de los dos días (14 de agosto) llamé por teléfono y me dijeron que ya estaba, así que fui corriendo a la comisaría y me hicieron el carnet. Lo malo es que alguien metió la pata, y en vez de cambiar el nombre y el sexo, cambiaron solo el nombre. Lo peor es que, encima, al parecer la gente de la comisaría de aquí lo había notado y había avisado cuando hicieron la verificación de la partida de nacimiento, pero… quien fuera olvidó cambiarlo/pasó de cambiarlo/ es un inútil integral. Lo que pasa es que una vez que ya estaba iniciado el proceso de hacer el carnet de identidad, había que terminarlo, así que lo acabaron, y ya tengo, por fin, mi carnet a nombre de Pablo. ¡¡¡Viva!!! ¡¡¡Se acabaron los problemas para recoger el correo, examinarme en la universidad, ir al médico, etc…!!!

Bueno… casi se acabaron, porque me dijeron que volviese en un par de días, para arreglar el tema del sexo y hacerme otro carnet de identidad (leñes, con lo poco que practico el sexo, y cuantos problemas me da. Si lo hiciera mucho, no sé qué iba a ser de mí…). Hoy he ido, y la comisaría estaba a reventar de gente que había ido a hacerse el DNI sin cita. Yo que tenía miedo de que no me fuesen a atender… No sólo eso, es que, además, han empezado a pelearse entre ellos, y al final me han dicho que casi mejor volviese otro día, porque me iban a dar las uvas (traducido “no te podemos colar”. La otra vez, sabiendo que mi tema era de urgencia, y que empiezo a trabajar a las 10, y como, además, mi trámite es más rápido que los otros, me colaron en un hueco y no tuve que esperar, pero en esta ocasión estaba claro que si por casualidad me colaban, ahí se iba a armar la marimorena). También es verdad que yo he llegado a las 9:20, y la comisaría abre a las 9:00. Si hubiese madrugado un poco más, seguramente me habrían dado el carnet nuevo.

Hasta que no me lo den, no puedo empezar a cambiar papeles. Ahora mismo, no puedo pagar con tarjeta porque la tarjeta está a un nombre, y el DNI a otro (por cierto, el DNI viejo se lo quedan ellos, aunque tengo por ahí un DNI invalidado y caducado que he decidido llevar encima, por si acaso), pero lo que más me preocupa es que coja el coche, la Guarda Civil me pare, me pida el carnet de conducir, y… “verá usted, señor Guardia Civil, es un poco largo de explicar ¿Tiene usted una silla a mano para sentarse?”. Aunque una explicación tan inverosímil, a lo mejor hasta cuela y todo. Por si acaso, conduciré con cuidado extra.

Lo importante: ¡ya tengo el DNI a mi nombre!

Luego está la otra parte: contárselo a los padres. Aun no se lo he contado, pero de eso hablaré en otra entrada a parte.

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