Archivo mensual: abril 2013

Mastectomía bilateral: ahora sí hablo de la operación (III)

La operación fue el 20 de marzo. Me desperté sobre las 8 u 8:30, que la hora a la que las enfermeras empiezan a pasarse por las habitaciones. Termómetro, tensión arterial, desayuno… no desayuno tú no, que te van a operar. Podría haber mirado la hora, pero no quise saberla. No quería estar contando los minutos que faltaban hasta el incierto momento de mi entrada en el quirófano (y preocupándome por si mis padres podrían llegar a tiempo o no), así que preferí mantenerme en la ignorancia.

2013-03-18 Hospital

La habitación del hospital vista desde mi cama

Esa noche dormí como un tronco a pesar de que en el hospital, por la noche, hacía demasiado calor (o eso pensé yo las dos noches que pasé antes de operarme. Sin embargo, después de operarme, no volví a notar más el calor. Supongo que por eso los hospitales están tan calientes… un día tengo que preguntárselo a alguien que sepa de estas cosas). El diazepan que me recetó la anestesióloga hizo su trabajo. El único problema era que me desperté con un poco de malestar general, y me dolía la garganta. Me estaba empezando a acatarrar. «Anda que si ahora me mandan otra vez para casa, y el mes que viene vuelta a empezar todo el lío…», pensé para mí. Luego decidí dejar de pensar chorradas.

De repente, la habitación se llenó de gente. Claro, tampoco es que fuese una habitación palaciega, sino que era más bien pequeña (aunque suficientemente grande para alojar a dos enfermos con un máximo de dos visitas. A la gente le gusta que las habitaciones de los hospitales sean muy grandes… Nunca he entendido por qué ¿piensan ponerse a bailar ahí dentro, con las vías enganchadas y los drenajes colgando?). En realidad eran 3 ó 4 personas, que, además, tenían un poco de prisa. Me hicieron volver a firmar el consentimiento informado de la anestesia… yo les expliqué que no, que esa era una copia en blanco que me habían dejado para que la leyese tranquilamente, pero la enfermera insistía «¿Ves? Aquí pone que lo tiene que firmar el paciente», así que volví a firmar, porque me costaba menos trabajo y por tener dos consentimientos en vez de uno, no pasa nada. «¿No llevas nada, nada más que el pijama?», preguntaron. «No», respondí yo. Ya me habían avisado la noche de antes que para la operación no podía llevar más que el pijama del hospital. Ni calzoncillos, ni nada. Lo bueno es que como ya he pasado por tres operaciones, tengo experiencia en estas lides, y sé que no se puede llevar ropa interior, porque estorba a la hora de ponerte una sonda para la orina. Así que no llevaba nada. Se siente uno un poco violento al ir sin calzoncillos o bragas por la vida, pero lo que me incomodaba de verdad era haber tenido que quitarme la camiseta para disimular el pecho, ya que las camisas del pijama del hospital no están hechas para gente que tenga tetas, y parecía que se fueran a salir de un momento a otro. Me sentía muy violento. A mis padres no les dio tiempo a llegar (por tan sólo 10 minutos).

Luego, el paseo en la cama hasta el quirófano. Es una manía mía, pero a mí ese momento me resulta aterrador. Nunca puedo evitar pensar que podría ir al quirófano por mi propio pie y darme ese último paseo, pero me llevan en la cama para tenerla preparada, ya que a partir de que me tumbe en la camilla del quirófano, voy a pasarme un buen tiempo sin poder volver a moverme. Si en algún momento soy consciente de la buena salud de que disfruto, es cuando estoy subido a una cama, de viaje hacia el quirófano (y eso que cuando va uno al quirófano es, precisamente, porque no está muy bien de salud).

El quirófano también estaba lleno de gente. Recordé que cuando me operé del estómago, en un hospital privado, el quirófano era mucho más pequeño, y había la mitad de personas, aunque la operación era muchísimo más compleja y peligrosa (además, las enfermeras que estuvieron, era la primera vez que participaban en una operación así, y lo consideraban prácticamente un honor, por las conversaciones que fui escuchando los días siguientes). Mientras toda aquella gente se dedicaba a sus cosas, el cirujano (luego supe que el Dr. Lara, pero en aquel momento yo no tenía ni idea de quien me iba a cortar y sacarme un par de buenos trozos del cuerpo) empezó a hacerme los dibujos de la operación. Sobre el pecho desnudo, obviamente. Es decir, sobre las tetas. Aunque, la verdad, sentía tanta curiosidad, que no me resultó incómodo ni vergonzoso. Luego, de paso, anotó otras cosas:

– ¿Cuanto mides? – preguntó

– 1,68

Con el rotulador anotó 1,68 un poquito más abajo de la clavícula.

– ¿Y cuanto pesas?

– 88 kilos – digo yo que habría sido más fiable que me pesaran ellos. El cirujano anotó 88kg bajo el dato anterior.  Y alguna cosa más anotaría, porque cuando me desperté tenía el pecho lleno de números. Parecía una pizarra.

Mientras, escuchaba a dos personas hacer en voz alta los cálculos de la anestesia que me iban a poner. Se los decían el uno al otro, y luego los repetían, varias veces. No sabía si sentirme inseguro porque tuviesen que repetirlos tanto, o sentirme tranquilo porque los estaban repasando bien. Decidí sentirme tranquilo, aunque sólo fuera que cuatro ojos ven más que dos.

Luego me fui a la camilla. Me tomaron la vía en el dorso de la mano izquierda, y me dolió (no mucho, pero sí que me dolió). Luego me introdujeron algún líquido (supongo que sería la anestesia). Pensé «no voy a quejarme, no voy a quejarme»… pero al final me quejé. Aquello dolía como su puta madre («¿Qué?» preguntó el anestesista, al escuchar mi referencia a la puta madre, alzando un poco las cejas. Era un señor mayor con la barba muy poblada. «Que duele mucho», aclaré yo. «Ah, sí, se nota bastante al entrar, pero no te preocupes, que enseguida se te pasa», y siguió a lo suyo. Al pobre le deben haber dicho ya de todo.) Mi recomendación es que si alguna vez os tenéis que quejar en un quirófano, no hagáis como yo. El clásico «ay, ay, ay», es muchísimo mejor y más elegante.

Alguien me puso una mascarilla. «Tranquilo, que es sólo oxígeno. Respira hondo.» Yo pensé para mí que eso no era oxígeno ni de coña, pero respiré hondo igual, porque lo que uno quiere cuando le van a operar, es estar bien anestesiado y no notar el dolor. Después de eso, fundido en negro.

Soñé algo, pero no recuerdo qué. Cuando las enfermeras me despertaron, ya estaba en la sala de reanimación. En mi sueño, soñaba que tenía que hacer algo, pero no sé el qué, y me desperté con la sensación de que tenía que ir a alguna parte. Sin embargo, en cuanto desperté, sabía donde estaba. Pregunté la hora, y me dijeron que eran las 11:45. Hice el cálculo mental: aproximadamente dos horas y media de operación. Todo había ido bien y estaba vivo. Además, no me habían puesto la dichosa sonda de la orina, que es una cosa muy desagradable, y me regocijé por ello.

Siempre que me despierto de una anestesia, pregunto qué hora es y calculo cuanto ha durado la operación. No sé por qué lo hago, pero sé que en ese momento, conocer la hora es algo muy importante para mí.

Estuve aproximadamente una hora y cuarto en la sala de reanimación. Lo normal es entre hora y media y dos horas, pero yo estaba totalmente despierto al cabo de un ratito. Supongo que los enfermeros, para esas cosas, se guian por criterios objetivos de pulso y tensión arterial. Yo sólo sé que cuando me sacaron de allí estaba perfectamente bien y aburrido como una ostra de mirar el techo.

Por fin pude ver a mis padres, que me dijeron que el compañero les contó que habían llegado tarde por diez minutos. Esperaron hasta que el cirujano les dijo que todo había salido bien, y se fueron a comer mientras yo estaba en reanimación. Les conté las pruebas que me habían hecho. Hablamos de tonterías. Yo estaba perfectamente. Al cabo de un rato, llegó la madre del otro chico, que ya había entrado en el quirófano, y también hablamos. Le dije que estaba bien, que no me dolía nada (no me dolía nada) y ella se puso muy contenta al ver que me encontraba tan bien. Luego llegó otra amiga, que trabaja de enfermera en el hospital, y también hablamos. «¡Qué bien estás! ¡Qué buena cara tienes!»

Fue increible. Las otras veces que me he operado, me desperté fatal de la anestesia. Nunca he tenido nauseas, ni vómitos, pero sí la peor resaca de mi vida. Claro que las otras veces yo pesaba 140kg, y me tuvieron que poner una dosis de anestesia para caballos. Supongo que por eso esta vez estaba mejor… ¡Pero es que estaba muy bien! A media tarde, me dejaron beber una manzanilla, a ver si toleraba el líquido. Me sentó estupendamente.

Por supuesto, miré hacia abajo, a ver cómo me había quedado. Fue lo primero que hice en cuanto mi madre me subió un poco el respaldo de la cama. Hasta aquel momento, yo había leído en foros, y visto en reportajes (ahora alguien me dirá que tal vez veo demasiados reportajes) las experiencias de gente que se había operado, lo que decían que habían sentido después de la operación, tan maravilloso… Reconozco que cuando miré hacia abajo por primera vez lo hice con la ilusión de caer en una experiencia de éxtasis teresiano. Menudo chasco. Con tantas vendas como tenía en la zona, hacía tanto bulto que la apariencia era exactamente la misma que  lo que veía cuando llevaba la camiseta compresora. Más tarde, ya en la noche, pregunté al chico de la otra habitación como se veía, y me dijo lo mismo, que con tantas vendas, se veía igual que antes (obviamente, le pregunté por whatsapp, claro, porque no estaba par ir dándome paseos por allí).

Sin embargo, todo llega. Fue varios días más tarde, cuando ya me pude empezar a duchar. Con el pecho inflamado, los pezones negros, los cortes como dos sonrisas macabras en mitad del torso, la piel fruncida alrededor de los puntos a causa de la inflamación y de la presión de las vendas (tenía mis dudas de que eso fuese a quedar bien, pero ahora empiezo a estar más tranquilo), me metí por primera vez en la ducha, y al hacer el gesto de inclinarme al por el jabón, y echar en falta el peso y el movimiento de las tetas… en ese momento sentí tanto alivio que pensé que me daba igual que se quedara bien o mal. Aunque me hubiesen puesto un pezón delante y el otro en la espalda, me habría importado un bledo.

A eso llegaré en la próxima entrada (¡Paciencia! ¡Creo que ya será la última sobre el tema!).

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Mastectomía bilateral, también conocida como la operación para quitarte las tetas (II)

En la entrada anterior estaba yo saliendo de la consulta de la anestesista (o anestesióloga, no sé como se dice), y me he dado cuenta de que olvidé una parte importante. Como ya comenté, en un momento dado, mi habitación se llenó de médicos (y estudiantes) que venían a ver a mi compañero de habitación, momento en el que yo salí corriendo y aproveché para afeitarme el pecho. Cuando salí, me senté un rato a hacer sudokus (las mañanas sin hacer nada en un hospital, cuando uno está sano, dan tiempo para hacer muchas cosas), y mi compañero de habitación empezó a maldecir, en español, a través de la cortina separadora, que estaba echada. «Hijos de puta», decía, «uno trabajando y 20 mirando, así va España», añadía, «mucho bla, bla, bla, y ninguno sabe», «cabrones», hijos de puta…» y así, hasta que finalmente acabamos trabando conversación, porque, evidentemente ese día tenía ganas de hablar (hasta entonces no se había dirigido a mí ni una vez en 20 horas), y yo también. Muy pronto entendí dos cosas: que tenía motivos para estar indignado, y que yo nunca me voy a hacer una faloplastia. Resulta que este hombre trabajaba en la obra y debido a un accidente laboral se partió la pierna en 2007. Primero le enderezaron el hueso y le pusieron una escayola, pero no se quedó bien. Luego le hicieron injertos de hueso, tomando trozos de hueso de la cadera y poniéndoselo en la pierna, pero seguía sin soldar. Después, el músculo se le empezó a consumir, hasta que la piel le quedó totalmente pegada al hueso… Un horror. En otra época, o en otro país, le habrían tenido que cortar la pierna y ya está, pero hoy en día la medicina avanza que es una barbaridad, y en lugar de eso, le cogieron un trozo de músculo de la pierna («un filete» según el médico. La mujer de este señor decía que aquello parecía que le habían puesto una pechuga de pollo ahí pegada en la pierna), se lo conectaron a los vasos sanguineos que ya tenía, y se lo agarraron todo con una especie de torno metálico para que no se le moviese la pierna, a ver si mientras tanto se le iba pegando. «¡Eso es lo que hacen en las operaciones de faloplastia!», pensé para mí. Cogen un trozo de músculo (a veces de la pierna, a veces del abdomen), una vena y una arteria, un trozo de piel (generalmente del antebrazo, aunque algunos cirujanos lo toman de otros sitios), y lo cosen todo a ver si se pega. Pero el relato de mi compañero no acababa ahí. Resulta que desde su cama se veía perfectamente el paso de los cadáveres a la morgue. El día de antes de que le operasen, habían pasado 23. Al día siguiente lo metieron en el quirófano y estuvo ahí durante 13 horas. Durante todo ese tiempo, su mujer le esperó en la habitación. Nadie le dio información de si él estaba bien o estaba mal, y la pobre se quería morir de la desesperación. De eso ya había pasado una semana, y esa mañana, cuando entró la legión de médicos a verle la pierna él les dijo «la pierna está fatal». Le destaparon la herida, y cada uno dio su opinión, que, al parecer, no se correspondía con lo que el cirujano que le operó le había contado. Lo peor es que la pierna estaba fatal de verdad. Tras preguntarme si quería verla, se levantó la sábana, y me mostró una pierna inflamadísima, completamente roja de sangre acumulada bajo la piel, que eso parecía cualquier cosa menos una pierna. Y en el muslo, una cicatriz cerrada con grapas, de un palmo de longitud. No me extraña que el pobre estuviese indignado, enfadado y desesperado. Luego su médico llegó, le tranquilizó, y respondió a todas sus preguntas, dejándolo un poco más calmado. A mí esa visión de la pierna con su filete injertado, ahí, toda ensangrentada, y el comentario del médico «cuando te lleven en camilla o te muevan la pierna para hacerte la radiografía, tú di que lo hagan muy despacio, a cámara lenta, a ver si se va a despegar el filete»… ¡Dejar que me hagan eso a mí, y en una zona tan delicada! ¡Ni de coña! Después me fui a la anestesista, y cuando volví, abrí la puerta y me encontré a dos enfermeras curándole la pierna al pobre hombre. Una visión espantosa, de la herida de la pierna espachurrada por abajo con el torno, con los bordes abiertos por arriba como si fuesen los labios de una boca gigante, probablemente para dejar salir la sangre y todos los fluidos que el cuerpo supura en estos casos. Cerré la puerta inmediatamente y corrí a la habitación 130 a refugiarme con el otro chico que se iba a operar de mastectomía. Leímos juntos el consentimiento informado de la anestesia (tres folios), volví a mi habitación, abrí la puerta, y me encontré de nuevo con la misma imagen horrible. Cerré corriendo y me refugié de nuevo en la habitación 130. Llegó la madre del otro muchacho, que me estuvo contando de la lucha que ha tenido para que se respete la identidad de género de su hijo. Volví a mi habitación, abrí la puerta con precaución esta vez, y ahí seguían liadas las dos enfermeras (¿es que no iban a terminar nunca?), regresé corriendo a la otra habitación, y ya no me volví a ir hasta la hora que empezaron a llevar la comida, cuando, por fin, la pierna de mi compañero de habitación ya debía estar en perfecto estado de revista, convenientemente envuelta en gasas y vendas. Aún así, cada día, por la mañana, cuando le cambiaban las sábana, yo veía se salían completamente manchadas de la supuración de la pierna.

No me hago una faloplastia ni de coña, al menos con la información que tengo. Una de las cosas que me fastidian de las personas trans que se operan, es que no hablan del dolor, ni de las complicaciones, ni de nada. Cuando las ves en uno de esos documentales, explican con una mirada beatífica lo felices que están de haberse operado. Como el reportaje que vi una vez, en que el Dr. Mañero operaba a un chico trans, y cuando le preguntaban que qué tal, él, con los ojos brillantes y su brazo en cabestrillo, respondía que estaba muy contento con lo que le había hecho el doctor. O una entrevista a Balian Buschbaum, en la que cuando le preguntaban por este tema venía a decir algo así como «me desperté junto a la gente a la que quiero y una estupenda erección ¿se puede pedir más?» (en aquel momento no se me ocurrió guardar el enlace a la entrevista, pero me parece un poco raro que se despertara junto a alguien conocido. Yo, siempre que me he operado, me he despertado junto a una enfermera que trataba de hacerme reaccionar de manera más o menos enérgica, y con bastante malestar, como si me hubiese tirado toda la noche de juerga). Vale, cada uno, cuando le preguntan, habla de lo que quiere, y supongo que en la tele no vas a decir «estuve meando a través de un tubo que me salía de la parte del cuerpo tal, mientras se curaba la estensión de la uretra», pero estaría bien que sí pusiesen la información en algún sitio, digo yo, aunque fuese de forma anónima. En plan «llevo dos semanas sin poder mover el brazo por culpa del trozo de piel que me arrancaron, y ahora que me está empezando a crecer de nuevo, pica un montón». No sé, algo así.

Volviendo al tema, la tarde transcurrió tranquilamente, y todavía no sabía a qué hora me iba a operar. «Cuando venga la enfermera a ponerte el cartel de ‘en ayunas’, ya te lo dirá», me decían las enfermeras que se pasaban por la habitación. «Aquí nadie dice nada», opinaba la mujer de mi compañero de habitación, que ya se podría decir que era bastante veterana.

Gremlin en ayunas a partir de las 12 de la noche

Gremlin en ayunas a partir de las 12 de la noche

Un poco antes de la cena (sobre las 8 de la tarde), una enfermera jovencita vino a ponerme el cartel de «en ayunas».

– Puedes comer hasta las 12 – me explicó – pero después ya no puedes comer más, ni beber agua.

– ¡Como los gremnlins! – le dije yo.

– ¿Qué? – respondió la enfermera, que no tenía ni puñetera idea de lo que estaba diciéndole.

Le expliqué que los gremnlins eran unos bichos de una película que no se pueden mojar, ni comer después de las 12 de la noche, ella me siguió la corriente como a los locos, y continuó con su trabajo, muy profesional. En esos momentos, uno descubre que está empezando a envejecer, y que ya hay gente con edad suficiente para desconocerlo todo de las películas que marcaron a toda su generación, y que al mismo tiempo tienen edad suficiente para ejercer profesiones de responsabilidad como la enfermería. Ay. Y cada día tengo más canas.

Volví a tratar de enterarme de a qué hora me operaba. La enfermera me explicó que sería el segundo en entrar al quirófano… es decir, que me operarían cuando acabasen con el primero. Una explicación aplastántemente lógica, pero completamente inútil a efectos de saber a qué hora tenían que llegar mis padres. Como el horario de una tienda que había cerca de mi casa que decía «abrimos cuando llegamos, y cerramos cuando nos vamos».

Aún así, supuse que antes que yo, entraría el otro chico. O sea, que yo entraría en quirófano sobre las 11:30, y mis padres tendrían tiempo de llegar sobradamente. Les llamé y se lo dije. Luego fui a la otra habitación a comentarlo con él, que me dio otra información distinta: él iba a entrar el tercero en el quirófano, es decir que yo iba delante, y sería el que entraría sobre las 9:15. Así que volví a llamar a mis padres, y nos dimos cuenta de que sería muy difícil de que llegasen a tiempo para estar antes de que entrase al quirófano. Claro que tampoco tenía mucha importancia. Bueno, a nivel sentimental, un poco de importancia sí que tenía, pero vamos tampoco es que se fuese a hundir el mundo ni nada de eso.

Antes de irme a dormir, sobre las 23:30, pasaron las enfermeras ofreciendo un poco de leche, infusiones y cosas así (lo hacían todas las noches), y de paso las medicinas que correspondiesen a cada cual. A mí la anestesista me había recetado omeprazol (para la úlcera, que últimamente me está molestando un poco, y especialmente cuando tengo el estómago muy vacío) y un diazepan para que durmiese más tranquilo. Yo nunca había tomado diazepan, y la verdad es que sí estaba un poco nervioso. La pastillita no me dejó grogui como yo pensaba, pero sí que me ayudó para dormir bien.

(Y en la próxima entrega… la operación por fin ¿Llegarán mis padres a tiempo? ¿Me convertiré en gremnlin malvado? ¿Aprenderé a resumir un poquito más y no enrollarme como una persiana? La respuesta, en el próximo capítulo de «como me operé de las tetas»).

 

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Mastectomía bilateral, también conocida como la operación para quitarte las tetas (I)

Me llamaron por teléfono para avisarme de que había un quirófano libre cuatro días antes de ingresar. Fue el día 14 de marzo (sobre los nervios que me entraron y demás preparativos, ya hablé en esta entrada). Tenía que ingresar el día 18, pero no me operaban hasta el día 20, lo que suponía estar un día y medio antes en el hospital. Después de hablarlo con mi madre, decidimos que lo mejor era que fuese yo solo, y ya vendría ella el día 20, porque, la verdad, no sé qué pintamos toda la familia allí, en el hospital, mirándonos las caras durante dos días.

Para ir, cogí el autobús. Normalmente voy a Málaga con mi coche, porque el autobús Motril-Málaga pertenece a la línea «Almería-Algeciras» y va parando en muchos pueblos. Elegí el más directo, que sale de Motril a las 10:00 y llega a Málaga sobre las 12:30 (en coche, en cambio, tardo sólo una hora en llegar, dependiendo del tráfico que encuentre). De paso, aproveché para quedar a comer con una amiga que vive a 5 minutos del hospital, y que me trató a cuerpo de rey (los tortellini a la carbonara más buenos del mundo). Menos mal, porque esa misma noche descubriría que la comida que ponen en el hospital no está muy buena que digamos.

Llegué al hospital a las 4 de la tarde en punto, tal y como me habían dicho, al Pabellón B, planta primera, cirugía plástica, aunque nada más entrar al pabellón vi una oficina que ponía «admisiones», y pensé que lo primero que tenía que hacer era pasarme por allí. Una señora me preguntó el nombre, lo buscó en la lista y… No estaba.

Creo que no puse mucha cara de espanto. Al menos, intenté no poner mucha cara de espanto ¿Se habían equivocado al llamarme y darme cita? ¿Se había cancelado la operación y no me había avisado nadie? ¿Me había equivocado yo de día? Horror y terror. La señora me indicó que subiera a la planta de cirugía plástica y pidiese allí una orden de ingreso, y luego la bajara. Por la forma en que lo dijo, me dio la impresión de que no es algo poco habitual que una persona llegue a ingresar y en admisión no tengan la orden de ingreso. No es de extrañar, ya que en un hospital tan  grande debe ser más o menos sencillo que se te «escape» algún paciente. A veces también ocurre en los hoteles, aunque los hoteles suelen ser más eficientes en ese sentido ya que, después de todo, su trabajo consiste en hacer ese tipo de cosas, mientras que el trabajo de los hospitales suele ser cuidar la salud de la gente.

Con el corazón en un puño, subí a la planta de cirugía plástica, y allí me localizaron muy rápidamente (que alivio) y me dijeron que ahora llamaban al encargado de guardia para que hiciera la órden, aunque en ese momento tuve la sensación que de la cosa iba para largo. Empecé esperando de pie, pero al cabo de media hora me dijeron que casi mejor que me fuese a la sala de espera de quirófano, donde podría esperar sentado. Mucho mejor, ya que tardaron casi dos horas en hacer la dichosa orden.

Al principio de la espera, me mosqueé un poco, pero luego me di cuenta que, esperase en la sala de espera del quirófano, o en la habitación, ya no iba a salir del hospital en una buena temporada. No tenía nada qué hacer, ni ningún sitio donde ir, así que… ¿Qué más me daba que tardasen cinco minutos o tres horas? Saqué mi libro electrónico y me puse a leer.

No me llevé el ordenador porque mi madre me advirtió con buen criterio que si la habitación se queda sin vigilancia, cualquiera puede entrar y llevarse lo que sea. De hecho, el libro que me llevé era uno que tenía con pantalla de TFT (un mp5, dicen que se llama) y que ya no uso desde que me compré el Kindle, que es mucho más cómodo para leer. Decidí no llevar libros en papel pensando que después de operarme tal vez no podría levantarlos, por el peso, y fue una buena idea. También pienso que si me hubiese llevado el ordenador, tampoco habría podido usarlo mucho, ya que en la mano izquierda me pusieron una vía súper molesta, pero ya hablaré de eso más adelante.

Finalmente conseguí la orden de ingreso, bajé a admisión, la entregué, me dijeron el número de habitación, y volví a subir. Las habitaciones son dobles y tienen dos sillones para las visitas. Mi compañero de habitación era un marroquí algunos años mayor que yo (andaría por los 40), que en aquel momento charlaba animadamente con su mujer, mientras veían «Sálvame» en Telecinco. Tenía la cortina echada,  y se limitó a saludarme con un gruñido.

La televisión era compartida, y había que pagar (no recuerdo si 2,40€ diarios) para verla. Como él pagaba, él tenía el mando. Si hubiese estado yo sólo, no habría pagado. No veo la televisión ni en mi casa cuando es gratis, como para verla pagando en el hospital. También me daba bastante igual su elección de canales, aunque luego, cuando supe por qué estaba ingresado en el hospital, empezó a darme más igual todavía.

Esa tarde me hicieron un análisis de sangre. Mientras la enfermera hacía la extracción, me contó que en la habitación 130 (la mía era la 128) había otro chico que se iba a operar de lo mismo ¡Qué pena que no nos pudieron poner juntos! Pero no importaba, porque como a mí todavía no me habían operado, podía ir perfectamente a visitarle, aunque no hizo falta, porque un rato más tarde nos llevaron juntos a hacernos una placa de torax, y ahí nos conocimos.

El otro chico es un muchacho de Huelva, muy jovencillo (no daré muchos datos, porque no sé si a él le gustaría) que empezó su proceso a los 14 años, con el apoyo de su familia. La verdad es que me cayó muy bien, y también su madre. Me alegro de haberles conocido a ambos ^_^

Al día siguiente por la mañana, mi habitación se llenó de médicos que venían a ver a mi compañero de habitación. Había tanta gente que me agobié y les pregunté si preferían que me fuese, porque estaban ahí, comentando cosas de la salud del otro hombre, y me sentía invasor de su intimidad. Uno de los médicos me dijo que, de cara a la mastectomía, tenía que afeitarme el pecho, y me sugirió que aprovechase para hacerlo en ese momento. Así que, ni corto ni perezoso, me fui al mostrador a pedir maquinillas de afeitar (yo me olvidé de echar mi neceser, con la maquinilla y el cepillo de dientes). Me dieron dos: una muy buena, que cortaba que daba gusto, y otra malísima. Al otro chico que se iba a operar también se le olvidó la maquinilla de afeitar, y las que le dieron eran de las malas. Moraleja: si te vas a operar, llévate tu maquinilla de afeitar.

Nada más terminar de afeitarme, me hicieron un electrocardiograma, y nos llevaron, al otro chico y a mí, a ver a la anestesista, que nos dijo que todo estaba bien. A aquellas alturas yo todavía no había conseguido enterarme de a qué hora me operaban, y me interesaba para que mis padres pudiesen programarse el viaje. Sin embargo, el otro chico tenía más información. Según le habían dicho, uno entraría en quirófano alrededor de las 9:15, y el otro cuando saliera el primero. Otro amigo me había comentado que es una operación que dura unas tres horas, así que yo eché la siguiente cuenta: si uno entra a las 9 y sale a las 12, el otro entra a las 12 y sale a las 3. Si los médicos entran a trabajar a las 8 de la mañana, pues ya está la jornada laboral completa. Luego se lavan las manos, salen y se van a su casa comer, como cualquier otro funcionario. Supongo que las cosas no serán así (o tal vez sí), pero imaginar que mi operación, tan extraordinaria y trascendental para mí, formaba parte de la rutina diaria del médico, como es para mí vender en mi tienda, me tranquilizó un poco. Lo fastidioso del tema es que toda la información que tenía venía de amigos y conocidos, y no del personal del hospital. A mí me parece que las cosas no se deben hacer así.

Total, que la anestesista me dijo que todo estaba bien, y me dio a firmar el consentimiento informado de la anestesia. Yo le dije que lo quería leer, un poco asustado después de la experiencia de la cita con el cirujano, hace dos años, quien se molestó un poco porque quise leer lo que iba a firmar. Sin embargo esta vez no pasó nada. La anestesista me dijo que no sólo tenía derecho a leerlo, sino que era conveniente que lo leyese. El único problema era que no había tiempo para que lo leyese en la consulta (es un poco largo), y si en vez de firmarlo allí lo firmaba fuera, cabía la posibilidad de que se extraviase y sin consentimiento informado no me podían operar. Así que le pedí que me diese uno en blanco (la idea no fue mía, fue del cirujano aquella vez que fui a verlo). Yo le dejaba su copia firmada, y me llevaba otra para leerla. Después de todo, el consentimiento informado se puede revocar en cualquier momento antes de la operación, así que…

Del resto de las cosas que pasaron antes de la operación (¡Sí! ¡Hay más!) y de lo de después de la operación, seguiré hablando en otra entrada, que esta ya se empieza a alargar un poco ¡Así mantengo la intriga!

 

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