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Post «post-exámenes»

Esta vez ha sido jodio. Me diréis que esa no es ninguna novedad, que siempre es jodido. Sin ir más lejos, en la última evaluación de febrero, dos días antes de que mis padres me echaran de casa, recuerdo que iba andando a la tienda y tuve que pararme a mitad de camino, totalmente mareado y sintiendo que mi cuerpo hacía sonar la señal de alarma: si no bajaba el ritmo, algo malo iba a suceder. Estar jodido era mi día a día. Luego, la gran discusión, buscar un piso nuevo, decidir qué sacaba de casa y qué me llevaba (porque algo me decía que mis padres iban a cambiar la cerradura, y si me dejaba algo importante allí,  ya no lo podría recuperar), y luego, qué cosas se tendrían que quedar en España (en casa de M. que amablemente me las está guardando) y qué cosas me podría traer a Reino Unido… Fue jodido, pero aprobé. Y seguí estudiando. A partir de entonces, todo ha sido mucho mejor para mí, pero aun así, la cosa estaba jodida de cara a la próxima evaluación. Desde febrero he estudiado en: la cama estrecha, pero confortable, de la casa de G., la señora rusa que me alquiló una habitación, y luego convirtió la cama en una cama doble, cuando K. venía a visitarme, prestándome otra cama individual que era de su hijo, pero que ya nadie usaba porque él se había ido a Rusia. He estudiado en el comodísimo sofá cama de la casa de mi hermana, en Wallasey, y en la maravillosa Central Library de Liverpool (una de las bibliotecas más agradables que he visitado, capaz de mezclar valor histórico con usabilidad en el presente), en el colchón puesto en el suelo de la acogedora habitación de Lara, que me dejó quedarme con ella durante un mes, en el escritorio (¡Por fin un sitio apropiado para estudiar, después de tanto tiempo rodando de cama en cama!) de mi nuevo y confortable piso, y en una habitación cochambrosa de un Bed & Breakfast de Londres, donde estuve repasando antes del exámen de Derecho Penal. En el sofá de Carlos, que también me acogió durante unos días, junto a su fantástica familia, y me ayudó a encontrar (y a conservar) el trabajo que ahora tengo, no tuve tiempo de estudiar. He cargado los libros a mi espalda a través de estaciones de autobuses, trenes y aeropuertos. El recorrido de mi viaje se ha ido plasmando también en ellos: manchas de restos de los bocadillos, arrugas y dobleces, y los folios subrayados con distintos bolígrafos y rotuladores, a medida que se me iban terminando los que tenía y no sabía dónde comprar más. Sin embargo, una vez más, he salido contento de los exámenes. Decidí dejar de estudiar Derecho Eclesiástico, la más fácil y bonita de las asignaturas que tenía para este cuatrimestre (al contrario de lo que cabe esperar por su nombre, pero el nombre es engañoso), y dedicarme a las otras dos: Derecho Penal, muy difícil por lo extensa, y de Derecho Financiero y Tributario, muy fea, y que si consigo aprobar será sólo gracias a que uno de los profesores se tomó la molestia de grabar 25 videoclases de una media hora de duración, gracias a las cuales por fin conseguí enterar más o menos de qué iba la película. Para poder prepararme y hacer los exámenes, por primera vez, no he tenido que faltar al trabajo: pedí vacaciones, y me las dieron. Es la primera vez en 12 años que alguien me paga sin trabajar, aparte de cuando estuve de baja por la operación del año pasado. Las vacaciones molan, incluso cuando son sólo para estudiar hasta que ya no puedes más. El regreso a la vida cotidiana tampoco fue muy fácil, ya que no era el único en la tienda que había decidido tomar vacaciones, y los pocos que quedábamos tuvimos que cubrir las horas de los que no estaban. Hoy por ti, mañana por mí… en 7 días, trabajé 74 horas. Eso son entre 10 y 11 horas al día, todos los días, sin descansar. Cuando por fin tuve mi primer día libre, empecé a contar hacia atrás cuanto tiempo llevaba sin tener un rato para no hacer nada. Un rato para, dedicarme, simplemente, a tomar el sol. Llevaba 7 días trabajando sin parar, pero los días de “vacaciones” habían sido para los exámenes. Antes de eso, ya habíamos tenido unos días extra de estrés en el trabajo, y todo el mes me lo había pasado preparándome los exámenes como un loco. El mes anterior, estresado buscando piso, y con el nuevo trabajo. El mes de antes, buscando trabajo. El mes de antes, cerrando la tienda, y con los exámenes de febrero… ¿Cuándo había sido la última vez que realmente había tenido la oportunidad de relajarme sin tener ninguna preocupación? Mi memoria me llevó a algún punto, 6 años atrás, dopado de Prozac, estudiando a tope una oposición que sabía que no aprobaría porque las plazas iban a ir a manos de otra que nunca había aprobado la oposición, pero llevaba años dando clase, mientras que yo, aprobado sin plaza, tenido la oportunidad de trabajar como profesor ni una sola hora. En aquella época, compaginaba la oposición con el trabajo en la tienda de mi madre, que comenzaba a resentirse a causa de la incipiente crisis. Cada mañana me levantaba sintiendo que me ponía un disfraz, que mi cuerpo y mi cara eran el disfraz, y que nadie a mi alrededor me conocía. Vivía entre la angustia de no poder ser yo mismo, y el miedo a lo que podría pasar si decidía serlo. El último momento de descanso auténtico que he podido tener hasta ahora tuvo que ser anterior a ese momento, seis años atrás, porque después de eso tomé una decisión que hizo que todo se volviese más difícil aún. Se abrió una época en la que se cumplieron mis peores expectativas, mis peores miedos, pero al mismo tiempo conseguí llegar mucho más allá de mis mejores sueños… hasta ahora seis años después. El primer día en que por fin podía sentarme a tomar el sol, sin ninguna preocupación en la cabeza.

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El hogar

El hogar
Cada quince minutos el reloj canta la hora
para las paredes sordas de la casa vacía
donde el ácaro es el rey de la cama
y las tórtolas disfrutan del balcón

La puerta firme, cerradura hostil,
espera que ante ella
llore y me lamente.
Con la llave absurda en mi mano,
sabré que he sido expulsado.

Sin embargo, lo que sé

es que el paraíso está en tus brazos,
el hogar, está donde está tu corazón.
La felicidad es un beso tuyo,
el olor de tu cabello,
y mirar tus ojos al despertar.
¿Cómo podría llorar y lamentarme
mientras tú me quieras a tu lado?

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Una buena semana (I)

En el momento de escribir esto, acabo de cumplir las tres semanas desde que mis padres me echaron de casa. En este tiempo sólo he hablado con mi madre una vez, por teléfono, y no fue una gran conversación.

La primera semana fue un poco dura, pero poco a poco me fui acostumbrando. He tenido mucha suerte con G. y L. (las chicas con las que estoy compartiendo piso, que ya comenté que son madre e hija). Son muy amables y agradables, y se esfuerzan por hacerme sentir en mi casa.

Mientras tanto, yo me esfuerzo por dejar de querer. He querido mucho a mis padres, pero ahora me estoy quitando. Después de todo, si ellos piensan que soy tan horrible, y les ha costado tanto esfuerzo ayudarme, y yo tampoco tengo una gran opinión de ellos ¿Qué sentido tiene mantener el lazo sentimental?

Hacerlo es más difícil que decirlo, pero estoy haciendo buenos avances en ese sentido.

En ello estaba, esforzándome en mantener el corazón frío y la mirada al frente, cuando por fin K. terminó sus exámenes (yo terminé los míos una semana antes). Tenía el último examen por la mañana temprano, y convenció a sus padres de que la recogiesen a la salida y la llevasen corriendo a la estación de autobuses. Todos (incluido yo) le decíamos que se lo tomase con calma, a ver si con las prisas iba a suspender el examen y no iba a servir de nada haber pasado tanto tiempo sin vernos. Suspender una asignatura sólo por ganar dos o tres horas es algo que no tiene mucho sentido.

Sin embargo, ella insistió, y consiguió llegar a coger el autocar que se proponía. Yo me pasé toda la mañana mirando el reloj y preguntándome por qué  los minutos pasaban tan despacio.

¿Te ha pasado alguna vez no darte cuenta de cuanto necesitabas algo hasta que por fin lo tienes? A mí me pasó eso cuando K. entró por la puerta. Fue como si hubiese estado todo el mes lloviendo y de repente hubiese salido el sol. No me daba cuenta de lo mal que estaba, hasta que llegó ella y dejé de estar mal.

– ¡Cuánto has adelgazado! – me decía mientras me abrazaba y sus manos palpaban los lugares donde después de navidad se habían acumulado unas buenas reservas de grasa, que naturalmente desparecieron después de estar cinco días prácticamente sin comer, y una semana más con la despensa puesta en modo de emergencia.

Ella traía la solución a mi adelgazamiento repentino (aunque en realidad, no me vendría mal adelgazar un poco más). Cuando llegamos a casa, empezó a sacar comida de sus bolsas. Una tortilla de patatas gigante, hecha con huevos de las gallinas de sus padres, y una docena más de huevos, por si me parecía poco, una gran fiambrera llena de deliciosas magdalenas, dos barras de pan, y suficientes croquetas de jamón como para invitar a todos los vecinos del edificio (un edificio de 6 plantas, con 4 pisos en cada planta). Todo ello preparado por su madre, y todo buenísimo.

Después de comer, G. y L. me ayudaron a trasladar una cama que no estaba siendo utilizada hasta mi habitación. Tuvimos que mover varios muebles, pero a ellas no les importó, aunque realmente fue una molestia para ambas.

Algo más tarde, cuando por fin estaba todo listo, y me encontraba tumbado junto a K. me di cuenta de que en ese preciso momento era muy feliz.

El resto de la semana fue a mejor, excepto por una cosa, y es que ya me ha llegado la carta de pagos de la universidad. Me han denegado la beca porque, al parecer, mis titulaciones son equivalentes al nivel de grado. Luego, a la hora de presentarme a una oposición, o de acceder a otras titulaciones académicas me dicen que no, que mis titulaciones (una diplomatura y el CAP) son inferiores al grado. He escrito al Ministerio de Educación y me han respondido que no hay ninguna normativa al respecto. Al parecer, a falta de normativa, la interpretación siempre se hará en contra de mis intereses. Qué suerte tengo.

Estuve planteándome si me merecía la pena pagar la matrícula o no ¿Seré capaz de continuar estudiando una vez que esté fuera? ¿Tendré suficiente fuerza de voluntad? ¿Podré arreglármelas para ir a los exámenes? ¿Merece la pena continuar estudiando, si no tengo claro que llegue algún día en el que pueda acceder a estudiar una carrera en Reino Unido, debido a los altos precios y las trabas que pueda haber para los inmigrantes? ¿Habré aprobado algún examen, con todo lo que se me ha venido encima?

Sin embargo, tras considerarlo detenidamente, decidí pagar la matrícula, principalmente porque el derecho me apasiona y no pienso dejar que la transfobia de mis padres me quite la posibilidad de estudiar. Dicho de otro modo, llegado el caso, prefiero dejar de comer que dejar de estudiar.

Así que como la liquidación va moderadamente bien, y me he propuesto esforzarme al máximo para conseguir un trabajo lo antes posible, sea de lo que sea, al final pagué la matrícula, que “tan sólo” son 367€. Comparados con las 4.500 libras que cuesta pagar medio curso en una universidad inglesa, es una minucia.

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Exiliado

El miércoles pasado, mis padres me echaron de casa por segunda vez. La primera fue hace años, y fue más bien una “sugerencia” (procura haberte ido de casa antes de que empieces a hormonarte, porque no queremos a un tío en casa). Yo estaba en proceso de salir del armario, y no tenía muchas cosas claras, pero sí que tenía claro que, con hormonas o sin hormonas, era un hombre, así que me fui. Era septiembre de 2009, y escribí de ello en este blog (podéis buscar la entrada correspondiente).

Con el paso del tiempo, las cosas parecieron ir a mejor. Mi madre, la misma que me pidió que me fuera, me pidió que volviera. Volví, y al cabo de un año ellos se marcharon de la casa, dejándomela a mí, al igual que la tienda. Mi madre empezó a hablarme en masculino. Mi padre, durante algún tiempo lo intentó (pero pronto desistió de ello). Pasé mucho miedo cuando les dije que estaba en lista de espera para operarme ¿Qué dirían? Pensé que me vería sólo en el hospital, y que tendría que arreglármelas sólo cuando me dieran el alta.

Pasé mucho miedo cuando cambié el DNI, así que no se lo dije hasta que pasaron varios meses. Tampoco les había dicho que estaba empezando una tienda online para travestis, ni que me había dado de alta en la Seguridad Social por ese motivo (aunque he trabajado en su tienda durante muchos años antes de que me la dejaran a mi cargo, nunca me dí de alta, porque “para qué pagar tanto”, así que mi pasado es una laguna en blanco en el mercado laboral). Un día, mi padre llegó a casa (esa en la que no viven, pero que visitan de vez en cuando), fue a usar la impresora, y se la encontró sin tinta. Amenazó con echarme de casa, y me hizo comprar 8 cartuchos, que ahí siguen sin usar, dos años después. Durante la bronca monumental le conté todo lo del DNI, lo de la seguridad social, la transtienda… y entonces estuvo considerando seriamente la idea de echarme de la tienda.

Me preguntaron por qué les había mentido en todo eso, y mientras seguía “chupándome lo suyo”, y yo les dije la verdad: que tenía miedo de cómo reaccionaran. Eso pasó en noviembre de 2012.

En esta ocasión, llegaron a casa el miércoles pasado, y en honor a la verdad debo decir que estaba desordenada. Platos sin fregar de dos o tres días, ropa sucia en el suelo del cuarto de baño, algunas cosas en el comedor y… una polla de goma sobre la mesilla de noche mi padre. Lo reconozco, en la escala de meteduras de pata, del 1 al 10, eso es un 12. Sin embargo, en mi opinión, eso no entra en la escala de motivos para echar a un hijo de casa.

Me echaron de casa con todas las letras. No fue un calentón: estuvieron pensándolo toda la mañana. No fue una sugerencia del tipo “creo que sería mejor que te fueras”, ni “nos gustaría que te fueras buscando un piso”. Fue una bronca con gritos, con mucha ira, con la prohibición de volver a hacerme cargo nunca más de los asuntos de mi padre mientras él esté en vida (dice que le va a dar un papel a mi hermana, para que conste, pero en mi opinión debería dármelo a mí, ya que hacer ese tipo de gestiones cuando la persona está incapacitada es obligación de los hijos, según el código civil, y debería ser yo el que pueda demostrar que no tengo ni la obligación, ni la autorización para hacerlo), con lágrimas por parte de ellos, por la cosa tan terrible que yo había hecho.

Yo en su situación ¿me habría enfadado? Probablemente sí, aunque probablemente al final habría terminado hasta haciéndome gracia. Sin embargo, creo que detrás de todo esto hay un arranque de transfobia que se está gestando desde que llevé una novia a casa. Porque en la mente de ellos, las personas transexuales seguimos siendo los pervertidos y pervertidas que se cambian de sexo para hartarse de follar en una orgía continua de drogas, corrupción, vicio y desenfreno. Claro, K. parece muy buena niña, muy inocente y tímida, pero si fuese una persona como Dios manda, no estaría conmigo. Algo malo debe de tener, así que uno puede esperarse cualquier cosa: que robe en casa, que lo deje todo destrozado, o que montemos una orgía transexual en la casa. No quiero saber qué imágenes de desenfreno sexual y pervertido están en la mente de mis padres, y diría que ellos tampoco quieren saberlo. Parece que es más fácil ignorar la propia transfobia que enfrentarse a ella.

Mi madre dice que no me echan por ser trans, sino por ser un guarro. Yo creo que me echan por ser trans, y por puta. Es extraño, pero de algún modo, ese pensamiento (el de que me han echado de casa por puta, aunque no lo sea) me hace sentir orgullo.

Mis amigos me están ayudando (tengo mucha suerte con ellos y ellas). En unas horas, uno ya me había encontrado un lugar donde quedarme, que me puedo permitir pagar. Ahora vivo en una habitación alquilada en el piso de una señora rusa que vive con su hija, y se encuentra con algunos problemas para pagar el alquiler. Además, la familia tiene a tres miembros más: una gata y dos hurones. Por suerte, es una gata simpática y no territorial, y ya nos estamos haciendo amigos. Los hurones están casi todo el día en su jaula, pero cuando los deja sueltos un rato, son unos animalitos simpáticos que todo el rato quieren jugar.

La habitación es mediana tirando a grande, aunque la cama es un poco estrecha, pero cómoda. La única pega es que es una habitación interior que da al lavadero, y, además, tiene un solo enchufe, pero de momento no necesito más de un enchufe, así que está bien.

Por otra parte, la señora rusa es muy simpática y hace lo que puede para que me sienta cómodo. Su hija, que es adolescente, no está muy feliz con la situación, aunque en realidad tampoco creo que estuviera muy feliz antes. Sin embargo, no resulta antipática, sino simplemente antisocial, así que tampoco es algo tan malo. Además, va a ser sólo por un mes.

He decidido emigrar. Cuando estaba buscando un piso donde quedarme, la parte de mi mente que sabe exactamente cuanto dinero tengo hasta el último céntimo, iba echando cuentas. Si con el dinero que gano a penas me da para vivir, cuando tuviese que pagar un alquiler, las cosas se iban a poner realmente difíciles ¿Y si en vez de buscar piso en Motril buscase trabajo en Reino Unido? A lo mejor me costaba el mismo trabajo… puestos a buscar… En ese momento, K. me dijo “¿y si buscas trabajo en el extranjero?”

En realidad, la idea de buscar trabajo en Reino Unido no es nueva para mí. Llevaba mucho tiempo rondándome. Por una temporada, prácticamente la había descartado, a pesar de que mis amigos que están allí me decían que soy tonto. De repente, era lo único que tenía sentido. En cuestión de segundos, todas las piezas del plan encajaron en mi mente con facilidad y se formó el plan.

El plan es conseguir un alojamiento temporal para un mes y medio (conseguido, a la señora que me realquila no le importa que esté poco tiempo), mantener la ferretería abierta durante el mes de febero y ponerla en liquidación. Convertir en dinero todo el material que pueda hasta que termine el mes, y entonces darme de baja de la Seguridad Social, y de Hacienda. Mientras tanto, cerrar cosas. Pedir tarjeta sanitaria, terminar de cambiar de nombre mis titulaciones académicas, ir a las diversas jornadas con las que ya me he comprometido, pedir tarjeta sanitaria, hacer un currículum, ir mirando ofertas de empleo, por si acaso puedo, irme con un contrato (sí, es algo muy difícil, pero oye, por probar…), asegurar la continuidad de la.trans.tienda cuando yo no esté aquí…

Ni por un momento me he planteado cerrar la.trans.tienda. Es mi proyecto, y está empezando a funcionar bien. A veces me da algunos quebraderos de cabeza, pero la mayor parte del tiempo se trata de un trabajo muy satisfactorio, que me está permitiendo conocer a mucha gente increíble (en serio, tengo los mejores clientes del mundo), y realmente me gustaría que llegase a alcanzar todo su potencial, ya que aún soy muy desconocido. Así que lo he hablado con una persona de confianza, y se ha ofrecido a gestionar el tema de recepción y envío de pedidos, mientras que el resto del trabajo continuaré haciéndolo yo.

Por otra parte, a medio plazo, me planteo abrir una segunda “transtienda” de habla inglesa, aunque en este caso la dirigiría únicamente para hombres trans, ya que la mujeres trans están bien atendidas en el Reino Unido. Sin embargo, hay algunos productos que en Europa sólo los vendo yo, y seguramente sería interesante tratar de comercializarlos en Reino Unido. Sin embargo, eso será para una segunda etapa, más adelante.

Este curso, lo terminaré en la UNED. Puedo seguir estudiando como lo he hecho hasta ahora, y elegir si prefiero examinarme en Londres o en Málaga (paradójicamente, ir a Málaga podría ser más rápido y más barato…). Para el curso que viene, tendría que decidir entre matricularme en una universidad de allí (un curso en una universidad inglesa cuesta 9.000 libras, pero en Escocia parece que es gratis), continuar en la UNED desde Reino Unido, e incluso pedir una beca Erasmus para poder estudiar en una universidad inglesa a precio de universidad española (beca + ingresos de la transtienda + trabajo a tiempo parcial = un año para poder estudiar con tranquilidad económica, o al menos, seis meses, ya que a partir del curso que viene las becas Erasmus van a ser sólo para un semestre, aunque dice Wert que los estudiantes que consigan mantenerse por si mismos en el extranjero, podrán continuar sus estudios el curso completo), aunque como a mí nunca me han dado nada, en realidad no espero que me la vayan a conceder.

En cualquier caso, se trata de un tema secundario, en cuanto que no es imprescindible para vivir. Lo principal es encontrar un trabajo (de lo que sea, me da igual hacer de friegaplatos o estar en un almacén) y el resto ya se irá viendo sobre la marcha.

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No hay palabras para titular esta entrada.

Decir que la conocí en una página web de contactos sería mentira, porque me conoció ella a mí. Fue en julio. En aquel momento, estaba cansado, harto de pelear, me sentía sucio. Iba a la playa y me metía en el agua, nadaba y buceaba, y no conseguía quitarme de encima esa sensación de haberme manchado con algo que jamás me podría limpiar.

Las circunstancias me llevaron a aparcar todos los proyectos que tenía relacionados con el activismo, y mientras los borraba de la lista de cosas pendientes, decidí añadir un proyecto nuevo “encontrar pareja”. Pensé que era una tontería, que ese tipo de cosas no se puede planificar, pero aún así lo apunté para que no se me olvidase que debo pensar más en vivir mi vida, y menos en vivir la vida de los demás.

Al día siguiente, ella me encontró en Internet, aunque el primero en escribir fui yo. Le indiqué, por si no se había dado cuenta, que soy 11 años mayor que ella (tiene 23 años, y yo 34), y ella me dijo que, efectivamente, no se había fijado en el detalle, pero que le daba igual. Ella no tenía foto, me dijo que era porque está muy gorda. Yo le dije que soy trans. Ella entendió lo que significaba (cosa rara, la mayoría de la gente entiende a la que le digo que soy trans piensa que quiero ser mujer y todavía no he empezado) y me dijo que no le importaba, pero que tenía que saber que los hombres huían despavoridos cuando la conocían. Yo le dije que tengo unos 50cm de cicatrices repartidos por todo el tronco.

Mientras tratábamos de espantarnos mutuamente (seguramente porque ya estábamos los dos un poco cansados de que la gente se espante de nosotros), hablamos de lo que hacíamos. Ella estudia, yo también. Hablamos del eterno debate “estudiar ciencias contra estudiar letras”, y yo le dije que me gustan las matemáticas, pero yo no les gusto a ellas. Ella me contestó que no es una cosa tan rara, ya que las matemáticas siempre están planteando problemas. Cuando conoces a una persona que te dice algo así, no la puedes dejar escapar.

Además, le gustan las películas de ciencia ficción y los videojuegos, es feminista, y tiene una gran curiosidad. Tiene una gran paciencia conmigo, y no se enfada fácilmente. Es muy fácil hablar con ella, y es muy difícil hablar de ella porque creo que nunca le hago justicia a como es de verdad.

Lo más importante, es que me hace sentir lleno. La mayoría de la gente que se dirige a mí lo hace para pedirme cosas, o incluso para lucrarse con las cosas que he hecho yo, atribuyéndose la autoría de mis obras, o tratando de invalidarlas para ofrecer, como opción alternativa, exactamente lo mismo que yo había hecho, pero con su cara y su firma. En cambio, ella se ofrece a hacer cosas por mí, pero nunca pide nada a cambio. Se da cuenta de las cosas que necesito, o que se me dan mal, y me echa un cable en lo que puede, sin necesidad de pedírselo. Después de años de entregar amor y amistad incondicional a personas que lo único que sabían hacer era pedir más, empezaba a pensar que ese era el único tipo de personas que yo podía atraer, y daba gracias porque, al menos, ya no me quedaba mucho más que pudiesen sacarme. Estaba vacío.

Ella me va llenando poco a poco, y de esa manera hace que yo quiera ser mejor persona para poder corresponderle y estar a su altura. No me importa si alguien me critica, mientras ella piense bien de mí.

Como no es de mi ciudad, tuvimos que esperar un poco de tiempo para conocernos en persona. Por las cosas que decía de si misma, yo pensé que era fea como un orco. Tanto insistía ella en el tema que, aunque la belleza no es algo que me importe especialmente, y menos tratándose de alguien tan excepcional, estaba empezando a preocuparme un poco ¿Y si, con lo maravillosa que era, al conocernos no había química? La única foto que yo había visto de ella, era pequeña, estaba tomada desde muy lejos, y no salía nada favorecida.

“No es que salga mal en las fotos, es que soy así”, protesta ella cuando le digo que debería poner otra foto mejor. Pero no es verdad. Cuando vino la primera vez, yo estaba esperándola en la estación de autobuses y la vi pasar a tres metros de mí, caminando hacia la salida. Pensé “mira que chica más guapa, se le da un cierto aire…”, y seguí esperando, hasta que al cabo de unos minutos me llamó para decir que no me encontraba. Reconozco que no me sorprendió demasiado que ella fuese precisamente la chica que me había llamado la atención, ya que, como he dicho, se le daba un aire a la de la foto, y, por otra parte, me parecía que estaba exagerando un poco sus supuestos defectos.

 Las cosas no salieron del todo bien en aquella ocasión. Fue un fin de semana agradable, pero cuando se volvió a su casa, yo estaba convencido de que no le gustaba (ella dice que pensó lo mismo de mí). Lo cierto es que el coqueteo no es una de sus muchas habilidades, y tampoco forma parte de las mías, así que la cosa estaba difícil, aunque debo decir en mi defensa que yo hice varios intentos de acercamiento y ella los rehuía sin parar. Decidí dejar de intentarlo cuando, a base de buscar la proximidad, descubrí que yo estaba ocupando el sofá entero, y ella se había tenido que acurrucar en un rincón. Un poco más, y se sube al reposabrazos.

Pero con el paso del tiempo, ella habló conmigo (no tener que dar yo el primer paso, es algo que no me había pasado nunca) y… Se comprenderá que ya he dado suficientes detalles y no voy a entrar en más. Resumiendo, diré que volvimos a vernos otro fin de semana, y esta vez, las cosas sí que salieron bien. Desde entonces ha pasado un mes, y las cosas siguen saliendo bien.

Es poco tiempo, pero más que suficiente para darme cuenta de que no conozco a nadie como ella. La principal barrera que ha interpuesto entre nosotros ha sido una sábana. Podemos hablar de cualquier cosa, y la conversación fluye con facilidad, incluso con temas que podrían ser difíciles, convirtiendo las palabras en agua que alimenta y limpia, y no en cuerdas que atan y se enredan alrededor de los conceptos. Tiene carácter, pero no necesita imponerse y quedar por encima siempre (yo estoy trabajando para no necesitarlo, y llegar a alcanzar algún día su nivel). No me cuesta hacer míos sus sueños, pero creo que a ella tampoco le cuesta hacer suyos los míos. Cuento los días hasta la próxima vez que nos volvamos a ver, y la echo de menos por los pasillos, las siestas del fin de semana, y cuando los termómetros bajan.

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Mi bienestar no es un regalo

Esta entrada conecta, sorprendentemente, con la anterior.

En la entrada anterior comentaba que muchas personas se interesaban por mi bienestar, con gran preocupación, como si me estuviese recuperando de una enfermedad grave. Les resulta difícil entender que yo soy feliz no «a pesar» de ser transexual, sino precisamente «por» ser transexual.

La otra cara de la moneda es cuando algunas personas se ponen en contacto conmigo (generalmente a través de chats) para hacerme una batería de preguntas que sigue un guión similar al siguiente:

– Hola ¿cómo estás?
– ¿Cuantos años llevas con las hormonas?
– ¿Te has operado?
– ¿Cuando? ¿Cuanto tiempo estuviste en lista de espera?
– ¿Te dolió? ¿Eres feliz ahora? ¿Me mandas una foto de las cicatrices?
– ¿Cuanto te mide el clítoris? ¿Qué técnicas hay para operarse de abajo?

Juro que lo del clítoris me lo preguntan con bastante frecuencia.

Es lo único que les interesa de mí. Qué modificaciones he realizado en mi cuerpo. Llegan, preguntan intimidades a bocajarro, y se van. A veces regresan al cabo de un par de semanas y repiten la tanda de preguntas porque han recibido informaciones contradictorias y necesitan un refuerzo positivo.

Me molesta mucho, y no consigo que entiendan por qué. Así que me enfado, y me frustro, porque esas personas vienen en busca de ayuda, y en lugar de eso, se llevan un rebuzno. Un rebuzno inútil, porque no consigo hacerles entender que sus preguntas son inapropiadas, y no lo consigo porque me ha llevado bastante tiempo de reflexión darme cuenta de cual es el problema en realidad.

El problema en realidad es que realmente no quieren que responda a sus preguntas, sino únicamente, que confirme sus creencias. Necesitan que les diga que si soy feliz y tengo ganas de vivir es porque me he operado, ya que así podrán mantener la esperanza de que las operaciones les harán felices a ellos también.

En las noticias sobre la sentencia del Tribunal Supremo que condenan a la Xunta de Galicia a pagar la operación de Charlotte Goiar, se acompañan algunas declaraciones de ella. «No he sido feliz un sólo día de mi vida». Ella sueña con nacer de nuevo en la cuarta década de su vida “y encontrar alguien que me dé trabajo, y un hombre que me quiera”. Y espera que todo eso ocurrirá cuando se opere. Esa es la promesa de la medicina: si completas el «proceso transexualizador» nacerás de nuevo y en esta segunda vida todo será de color de rosa (porque, al parecer, las personas que no son transexuales no tienen problemas). Cuando Charlotte ya no tenga un pene, se obrará una magia que hará que de repente los empresarios le ofrezcan ese trabajo que antes se le negaba por la presencia en su cuerpo de un órgano genital cuya existencia en realidad los empleadores desconocían.

Esa magia es la que se espera que yo encarne. Es necesario que la causa de mi felicidad sea la acción médica sobre mi cuerpo y mi mente, porque así, las personas que no me conocen de antes, pueden cerrar los ojos y dejarse llevar a través del proceso infalible, como adormecidos en una balsa sobre un río caudaloso, para que cuando por fin despierten, todo haya acabado y puedan ser felices también. Yo estoy bien, luego el proceso funciona.

Y si las personas cisexuales no pueden entender que yo no soy feliz a pesar de ser trans, sino precisamente a causa de ser trans, estas personas trans tan necesitadas de esperanza no pueden enteder que yo no soy feliz a causa de los protocolos y procesos médicos, sino a pesar de ellos. En realidad, ni siquiera se lo plantean. Por eso me preguntan por las hormonas, por las cirugías, y por nada más, porque creen que ahí está la receta del éxito.

Es más fácil pensar eso, que comprender que mi lucha ha sido, la mayor parte del tiempo, contra el proceso médico que ha pretendido encajonar y medir mi identidad como requisito previo a que los cancerberos me permitiesen atravesar las puertas de acceso a los servicios médicos a los que debería haber podido acceder en plano de igualdad con el resto de la población. Nadie me ha regalado nada. Cada gramo de la felicidad que tengo me lo he ganado yo. No me ha venido dado por ningún proceso médico, sino que me he tenido que esforzar primero en asumir quien no soy, luego en aprender quien soy, después en aceptar quien soy, en hacer que los demás lo aceptaran, y a no sentir culpabilidad por nada de ello, ni a sentirme inferior a nadie, ni a permitir que otros me hicieran sentir inferior. Esa lucha todavía hoy continúa.

Y, sí, la posibilidad de modificar mi cuerpo, hace que mi vida sea más feliz, que pueda mantener mi identidad de género con mayor facilidad, especialmente porque cuando me miro al espejo no tengo que pelearme conmigo mismo para comprender por qué yo soy y no soy la persona que se refleja, y porque cuando me desvisto no tengo que repetirme que el tener o no tener pechos no me hace más o menos hombre. Sin embargo, estos cinco años no han sido una pausa hasta «terminar el proceso». Después de la primera sesión con la psicóloga en la UTIG decidí que no iba a permitir que la medicina regulase mis tiempos, y he sido capaz de mantener esa decisión.

Por eso me molesta que se me quiera convertir en la encarnación del éxito del proceso médico. Porque el proceso médico no sólo no me ha regalado nada, sino que me ha quitado mucho (sobre todo, mucha dignidad y autonomía), y porque me jode que ahora el mérito de mi esfuerzo se le atribuya al proceso médico.

Me jode muchísimo que me preguntes cuanto tiempo llevo hormonándome, cuando me salió el primer pelo en la barba, y cuantos gallos tiré el tercer mes. Me jode todavía más que primero  me digas que «hay muy poca información» y luego me pidas fotos de mi torso mutilado cuando escribiendo «mastectomía FtM» o «mastectomía transexualidad», Google coloca este blog en segunda y en cuarta posición respectivamente. Me molesta muchísimo si lloras «ay, ojalá yo pudiera» y en tu país estas operaciones están cubiertas por los servicios públicos sanitarios, como si las pérdidas que tú puedes sufrir fuesen de mayor importancia que las que tuve yo. No soporto que creas que la receta del éxito es la misma que la de la testosterona, y que el volante para la felicidad te lo hace el médico cuando decide que estás preparado para pasar por cirugía. Lo que menos soporto de todo es cuando, al ver que nada de esto funciona, te sientes engañado y maldices a la sociedad que te discrimina y te niega la felicidad.

No hay recetas para la felicidad. La felicidad no es una cosa fácil de conseguir (y si no, podéis preguntárselo a mi amiga Mello, que precisamente hace poco escribía sobre lo mismo). Me jugué todo lo que tenía y lo perdí, con la excepción de a mis amigos, que siempre estuvieron a mi lado. He vivido el momento pavoroso y terrible en que te das cuenta de que ya no puedes estar peor, y he conseguido encontrar fuerzas para levantarme casi todas las mañanas, con hormonas o sin ellas. He probado suerte repetidamente en el amor y cuando no ha salido bien no le he echado la culpa al destino. Me he obligado a trabajar, a estudiar, a escribir y a ayudar hasta superar mi límite por mucho… varias veces. Me he obligado a viajar para ver a mis amigos, cuando me sentía tan desgastado que lo único que quería era dormir. Así es como he conseguido ser feliz. Pregúntame por eso, y no pretendas convertirme en el paradigma del triunfo del paradigma médico, porque te voy a decepcionar. Por favor, sobre todo no me preguntes cuanto me mide el clítoris, porque la respuesta no te va a gustar.

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Estoy bien, gracias

Dice la Dra. Esteva (fuente inagotable de declaraciones y artículos), citándose a si mísma en un artículo publicado en el libro Transexualidad, adolescencia y educación: miradas multidisciplinares (enlace afiliado) “Para el adolescente transexual, comenzar a comportarse y a vivir de acuerdo con su sexo de identificación y no de acuerdo con su sexo biológico, constituye un arduo trabajo consistente en aprender y cumplir con las expectativas que el entorno social tiene en relación con los roles atribuidos a cada sexo.”

Es una declaración sorprendente, teniendo en cuenta que lo que yo he visto en adolescentes trans es justo lo contrario (y mi experiencia, como adolescente, y como adulto, también lo es). Empezar a desempeñar el rol de género elegido por uno mismo, y no el que otras personas han elegido para ti no representa un “arduo trabajo”, sino una experiencia muy gozosa, cuando no se ve acompaña de cosas como insultos por la calle, acoso escolar de los profesores o de los compañeros, y peleas en casa, frecuentemente acompañadas de la amenaza de que tus padres te van a echar.

Lo que sí que es muy complicado y angustioso para un adolescente trans es lo contrario: aprender y cumplir con las expectativas que las personas a su alrededor tienen en relación con la identidad de género que se le asignó al nacer, y que no es suya. De hecho, en el mismo libro, la propia Dra. Esteva señala que la necesidad de ir a clase manteniendo la apariencia de pertenecer al sexo asignado al nacer hace que muchos adolescentes trans se planteen abandonar (o abandonen) los estudios. Situación que ella propicia gracias a su política de no hacer nada y seguir tratándole con el género que se le asignó al nacer hasta que sea mayor de edad, a ver si a base de reprimir y joder a la pobre criatura, resuelve su confusión respecto a la identidad de género, porque claro, cuando alguien decide que su identidad de género no es la que le han asignado los médicos, es que se confunde. No se van a haber confundido los médicos, claro.

Sin embargo, la entrada de hoy no va de esto. Va de reencuentros veraniegos.

Hay una serie de personas a los que yo llamo “conocidos lejanos”. Es gente a la que no ves con mucha frecuencia, pero con la que tienes cierto trato de cuando en cuando. Es la cajera del supermercado que te sigue tratando en femenino aunque te vea con barbas porque no sabe qué otra cosa hacer, es el vecino que sigue llamándote campeón si se sube contigo en el ascensor, justo ese sábado que habías salido maquillada y con minifalda, dispuesta a comerte el mundo. Son gente, generalmente bienintencionada, que por un respeto mal entendido, hace como si no se diera cuenta de que eres trans, y con la que no tienes confianza suficiente para decirles algo (y tampoco te merece la pena, porque en realidad sólo pasas con ellos cinco minutos al mes).

Los conocidos lejanos tienen una categoría especial que es la gente que conoces de veranear. Esas amigas de la infancia con las que perdiste el contacto y que de repente están ahí, los amigos de tus padres que van a comer el domingo, los primos a los que ves de higos a brevas…

Excepto por el amigo al que conozco desde hace unos 18 años, pero que no se acuerda de mí porque se quemó el cerebro a base de fumar porros, y seguramente más cosas (el pobre se pasó un verano entero disculpándose con todo el que suponía que conocía, por si acaso le había hecho algo malo u ofensivo), esos conocidos han empezado a hacer una cosa bastante extraña: se me acercan y me preguntan con mucho interés que cómo estoy. “Estoy bien, gracias”, respondo yo educadamente y sin darle ninguna importancia, aunque ya se bien por donde van. Aún así, insisten… qué como estoy, que si soy feliz ahora, que lo importante es que cada uno sea feliz con sus cosas…

Me dan ánimos y se interesan por mí como si estuviese recuperándome de una enfermedad grave. Como si hubiese terminado la quimioterapia hace poco o algo así y ahora estuviese en periodo de restablecimiento después de una larga convalecencia.

Tardé un poco en relacionar las dos cosas, el interés por mi salud y las declaraciones de la Dra. Esteva, pero cuando lo hice, recordé que ese es también uno de los tópicos respecto a los adultos trans: que aprender el rol del otro género es muy difícil.

Hay más tópicos médicos, como el tópico de que el “cambio de sexo” es un “proceso largo” que consta de una serie de pasos sucesivos, que todo el mundo debe seguir por el mismo orden y en los mismos plazos (plazos muy dilatados en el tiempo, para que te de tiempo a adaptarte a esa cosa tan difícil), y que cuando se acaba, da como resultado una especie de restablecimiento de la persona a una situación de salud y cese del sufrimiento (incluso cuando ese proceso no se sigue “hasta el final”).

Así que ahora la gente me ve, ve que ya he llegado “hasta el final” (o vete a saber qué fantasías, pensamientos y curiosidades morbosas albergan respecto a mis genitales… y luego los enfermos mentales y pervertidos somos nosotros), y se acercan para darme ánimos en mi recuperación, que, por otra parte, presumen que nunca será del todo completa ya que, según el relato mayoritario, la vida de la persona trans es una vida de sufrimiento, la sociedad siempre te va a marginar, y en general, te espera una vida de fracaso afectivo y laboral bastante inevitable.

Yo intento explicarles que no, que las cosas no son así, pero… ¿Cómo hacer eso con los conocidos lejanos? Es prácticamente imposible. Mis “estoy bien, gracias”, se leen como “acepto mi situación con alegre resignación”, y no puedo ir más allá, porque son conversaciones veladas sobre temas no nombrados, basados en el entendimiento y en el sobreentendimiento (y en el malentendimiento, sobre todo).

No pueden entender que no sólo se puede ser trans y feliz, sino que, además, esa felicidad no es “a pesar de” sino precisamente “a causa de” ser trans. No pueden enteder que soy yo el que siente compasión por ellos, por haber conocido sólo un lado de la vida, por ignorar que la vida, además, es un poliedro con muchos lados, y no sólo una moneda de dos caras. Agradezco su interés y su preocupación (porque podrían haberme odiado y rechazado, y porque sé que algunos de ellos ayudaron a mis padres durante su propia salida del armario), pero no comparto el pensamiento de que el ideal de la experiencia de vida humana sea la heterosexualidad, ni la bisexualidad. Si pudiese volver a nacer, pediría volver a ser trans, o, tal vez, tener un cuerpo intersex.

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Respecto a la entrada anterior

Tengo que decir que me porté mal con el chico al que iba referida la entrada anterior.

En la conversación que tuvimos, él no iba hablando con maldad. Entre otras cosas, lo que escribí no ocurrió todo a renglón seguido, sino que eran ideas que iban apareciendo al hilo de una conversación que se basaba en la confianza. Él se dio cuenta un par de veces de que me había dicho algo que me molestó, y de hecho me dijo que si me estaba molestando, que se lo dijera. Sin embargo, no se lo dije, porque me pareció que había muchas probabilidades de que eso llevaría a una discusión en la que él terminaría enfadándose y bloqueándome para siempre y jamás de todos los lugares del mundo mundial. Yo estaba muy cansado (como siempre), y no me apetecía arriesgarme a eso.

Sin embargo, al mismo tiempo, también le estaba quitando la posibilidad de hacer lo contrario. Es decir, la posibilidad de no enfadarse, de replantearse las posturas asumidas sobre lo que cada cual puede esperar en la vida y en la sociedad, y de darme una conversación interesante y enriquecedora.

Le seguí la corriente, y se quedó muy contento. Al día siguiente, después de un día duro para él, llegó a mirar y mi blog (nunca había entrado) y se encontró esa entrada hablando de él. Si yo hubiese estado en su lugar, me habría sentido fatal. Humillado y ridiculizado, utilizado por una persona a la que había otorgado confianza. Él se sintió así, y con razón, y yo me comporté como un auténtico cabrón sin compasión. Tenía un motivo: mi cansancio, mis problemas, pero lo que hice fue trasladarle mis problemas a él, de modo que mi cansancio terminó convirtiéndose en su humillación. Peor aún, no escribí esta rectificación que estoy escribiendo ahora, hasta mucho tiempo después (¿Cuanto ha pasado¿ ¿Dos semanas?).

Aún así, aquella noche, hablamos, me disculpé, y me perdonó. Yo no sé si habría hecho lo mismo en su lugar. Por ese motivo, no he dejado pasar los comentarios de aquella entrada, así que aprovecho también para disculparme con las dos personas que os tomasteis la molestia de escribir para dar vuestra opinión, al tiempo que os lo agradezco.

Unos días más tarde, aquel chico volvió a decir algo que me molestó (pero esta vez me lo reservaré para mí, porque ya he metido la pata lo suficiente), pero ese día decidí decirle que me había molestado. La discusión que yo temía que se produjese la primera noche, se produjo en esa ocasión. Él se enfadó muchísimo, yo le expliqué que soy insoportable y lo mejor que puede hacer es alejarse de mí a toda prisa (un consejo que le doy a mucha gente, y que suelen aceptar con gran frecuencia) y me bloqueó de todos los sitios del mundo mundial.

Ya son casi 5 años aprendiendo a vivir de otra forma, y a estas alturas he encontrado una forma de estar en el mundo que es mía e intransferible, muy peculiar, y, al parecer, incompatible con el resto del mundo en general. Después de cinco años, todavía conozco gente que tiene ideas que yo nunca había pensado, que me sorprenden, que le pueden dar un giro a la forma de ver las cosas. No lo he visto todo, y me queda mucho por aprender (¡Viva!), pero también he visto muchas cosas, he hablado con mucha gente, y he aprendido a prever algunas situaciones.

¿En qué medida mi primera sospecha de que tendría una pelea fue decisiva para que la pelea se produjese finalmente? Si hubiese hecho las cosas bien, en la segunda ocasión él no estaría resentido (un resentimiento natural) y tal vez no le habría disgustado que le dijese que me había molestado su comentario ¿Fue una profecía autocumplida?

Por otra parte ¿cómo me puse yo en una situación así? El generar contenidos sobre transexualidad (blog y videos, principalmente) hace que mucha gente se ponga en contacto conmigo. La mayoría, son personas agradables a las que me alegro de conocer. No obstante, en otros casos, encuentro personas que sienten una cierta fascinación por la transexualidad, y lo que buscan es, simplemente, revalidar una imagen mental, más o menos romántica, de lo que somos las personas transexuales. Las víctimas luchadoras que cambian de sexo, que tratan de acercar su cuerpo «equivocado» («nací en un cuerpo equivocado») al modelo de cuerpo «correcto», es decir, cisexual.

Esto ocurre, generalmente, con personas que sienten el binario como algo natural e indiscutible, y entienden que la vida sólo tiene dos  modelos para vivirla: la de los hombres, y la de las mujeres. Por eso piensan en «cambio de sexo», y pueden decir cosas como «es un chico, pero antes era chica», o «es un chico que quiere ser chica», porque no conciben que el tránsito es nunca, y es siempre, que las personas estamos siempre transitando dentro de nuestros cuerpos y las posiciones que ocupamos en el mundo. El único tránsito, en esta vida, es el que hacemos todas las personas hacia el momento de nuestra muerte, pero como decía mi abuelo, la vida es corta, pero ancha, y las personas con identidades trans la estamos transitando en diagonal, y también en zigzag. Algo que no tiene sentido para quien cree que sólo hay dos maneras de ser, y tratan de colocarnos, una y otra vez, en una de las dos lineas paralelas, los dos caminos que ellos conocen, con candorosa torpeza, y con una inevitable frustración al reconocer que sus esfuerzos no sólo no son comprendidos, sino que son rechazados, en ocasiones con violencia (como hice yo).

Es un conflicto complejo, entre el que desea ayudar, y el que no desea ayudado. Como cuando quieres echar una mano y te dicen «para hacer lo que estás haciendo, mejor te apartas». Pienso que debe haber una forma de solucionarlo, pero lo cierto es que estoy ya tan cansado, que no doy para más.

P.D. En esta entrada sí que dejaré pasar los comentarios.

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El regalo de reyes

Ayer fue el día de reyes. Mis padres vinieron en la víspera, para ir a ver la cabalgata. Ahora mismo no tenemos niños en la familia (desde hace muchos años, y creo que todavía faltan muchos años también para que lleguemos a tenerlos, si los tenemos alguna vez), pero nos gusta ver la cabalgata igual. Ponemos los zapatos en el balcón, y no abrimos los regalos hasta el día siguiente. El día 6 comemos juntos, como en navidad o año nuevo. Luego, mi madre hace desaparecer con extraordinaria eficacia todos los adornos navideños de la casa, porque le da pena verlos cuando se acaba la navidad. Mañana yo haré lo mismo en la tienda, donde me esperan dos meses duros de no vender nada y pasar algo de frío.

A las seis y media de la tarde, mis padres se volvieron a la casa donde viven ahora. Se despidieron de mí, y me quedé trabajando frente al ordenador (para no variar, claro). Entonces, escuché que mi padre se despedía del perro, más o menos así:

– Nosotros nos vamos, pero tú te tienes que quedar. Pero te quedas con Pablito, que también te atenderá muy bien.

Entonces, fue cuando me di cuenta de que, de verdad, era el día de Reyes. Una sola palabra, era quizá el mejor regalo que podía pedir, y por fin, después de tantos años esperando, me lo han traido. No es sólo que mi padre haya empezado a llamarme Pablo (no siempre lo consigue, pero se nota que se esfuerza mucho en ello, y, sobre todo, ya no me llama Elena, ni me trata en femenino tan tranquilamente, como si nada…), sino que lo hace cuando no estoy yo delante, ni tiene ninguna importancia.

Y es que a la hora de aceptar el género de las personas trans, hay tres fases: la de no aceptación, la de «aceptamos pulpo» (como animal de compañía), y la de aceptación de verdad. «Aceptamos pulpo» es cuando la gente te trata de una forma cuando estás delante, y de otra forma distinta cuando no estás. Cuando estás delante, eres él, y cuando no, eres ella otra vez. A mí con eso ya me llega (no pido mucho), pero me hace muy feliz cuando me doy cuenta de que la gente a mi alrededor va pasando a la fase de aceptación de verdad, quizá porque no soy un pulpo.

Otras navidades, fue del revés. Escuchaba desde mi habitación como mi abuela, al hablar con mis padres, me llamaba Elena y me trababa en femenino, porque no quería disgustarlos a ellos. He maldecido muchas veces tener el oído tan fino que escucho muchas cosas que la mayoría de la gente no puede escuchar (no veo un pimiento, pero escucho la mar de bien).

Mi madre, además, se ha pasado decididamente a tratarme en masculino. Antes tenía dudas, o iba alternando (para mí, ya era mucho, se que le cuesta un gran trabajo). Así que puedo decir que, por fin, mis padres me apoyan. Poder decir eso, es mucho decir.

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El último viaje a Barcelona.

Mi hermana vivía en Barcelona, con mi abuela y su perrita, hasta el viernes pasado, que me envió a la perrita a casa, para que la cuide temporalmente. El domingo, mi hermana se fue a Inglaterra, como otros tantos cientos (o miles, no sé) de españoles con una titulación superior que emigran buscando lugares donde su capacidad sea apreciada.

Mis primeros tres días con la perrita, fueron difíciles. El sábado fue un día duro para ella. El domingo lo pasó un poco mejor, y el lunes la quería matar. El lunes por la tarde descubrí que poner la página de rainymood y jugar un buen rato en la calle la tranquilizaba, y desde entonces todo fue bien.

Esta mañana me levanté como siempre, a las 8:15. Estaba un poco más cansado de lo habitual, porque el jueves dediqué el día a trabajar sobre la ley trans que intentamos sacar para Andalucía, y a renovar el catálogo de pelucas de la.trans.tienda. Por suerte, cada tres horas la perrita me avisaba de que estaba trabajando demasiado y me obligaba a parar, y a salir a la calle un ratito. Cuando preparaba las cosas para irme a trabajar, iba contento. Primer día del mes, y último de la semana. Eso tenía que ser bueno. Tenía el móvil ligeramente descargado, así que me aseguré de llevarme el cargador a la tienda.

Pensaba estudiar, si no tenía mucha venta, algo de derecho constitucional, que es la asignatura más extensa para este cuatrimestre. Encendí el ordenador, y recordé que antes tenía que echar las cuentas del mes pasado.

Quince minutos más tarde, mi madre llamó por teléfono, para decirme que la yaya se había muerto. Fue de repente, en cuestión de unos momentos, o de unas horas, no lo sabemos. Al parecer, llevaba unos días en la cama porque se encontraba mal, y a causa de la inmovilidad, se le formó un trombo. Tenía 91 años, y era ya muy frágil. Todos sabíamos que cualquier soplo de viento se podía llevar su vida.

Cuando salía de viaje y me quedaba a dormir fuera de casa, siempre dejaba el teléfono móvil encendido durante la noche, por si mi madre me tenía que llamar para decirme que la yaya se había muerto. Así, durante años. Pero a base de esperar que alguien que se puede morir de un momento a otro no se muera, es como, si de algún modo, hubiese empezado a creer que era inmortal.

Al escuchar la noticia de que se había muerto, me quedé frío. Como si me hubiesen dicho cualquier otra cosa. Algo sin ninguna importancia. Pensé que debía venir a Barcelona, a despedirme de ella, aunque ella se fue sin despedirse de nadie (tal y como quería irse, posiblemente la mejor forma de todas), pero había demasiadas dificultades. Como no iba a venir, no tenía sentido cerrar la tienda.

En las dos horas siguientes, no dejó de entrar gente. Un señor, encargado de abrir la sede de IU, que la han puesto al lado de mi tienda, vino a hacer una llave. «Pruebela, y si no le va bien, me la trae y se la repaso», de dije, como siempre. «Ahora la probaré», respondió él. «No tarde mucho, puede que luego ya no esté aquí». Él no entendió lo que yo le estaba diciendo, y se rió. Estaba nervioso y agobiado, y seguramente pensó que era una broma.

A las 12 vi la manera de organizar las cosas. Cerré la tienda. Mi ex me acercó a casa de mis padres, y desde allí, nos vinimos en coche a Barcelona.

El último viaje a Barcelona. Lo hacíamos cada año, al menos una vez, en navidad, para ver a la familia. La misma ruta. Nos perdíamos siempre más o menos en los mismos sitios. Las paradas, más o menos en los mismos sitios.

Al llegar a la casa, la perrita se puso muy contenta. Pensaba que allí estarían mi hermana y la yaya. Como mi hermana pasaba la mayor parte del día trabajando, la perrita se quedaba en casa, con la yaya. Se hacían compañía. Entró corriendo y empezó a buscarlas por todas partes. Al ver que no estaban, se puso a ladrar, llamando. Y nos miraba a nosotros, para que le explicásemos por qué allí no había nadie ahora.

Mi tío estuvo en la casa antes que nosotros, limpiando. Ahora todo está en su sitio. El albornoz, detrás de la puerta. Los platos viejos de la perrita, en el lugar donde solían estar. La comida sin comer, en la nevera y en los armarios. Los viejos libros de mi yayo (que ahora, por deseo expreso de él, irán a parar a mi tío, quien los sabrá valorar en lo que valen, mientras que la colección de sellos, comenzada antes de la II República fue para mi madre. Este yayo, por cierto, era el que decía que la vida es corta, pero ancha), y los no tan viejos que la yaya había añadido a la colección. El mando de la tele, y la tele. El bote de quitaesmalte para las uñas, en el cuarto de baño.

Aunque eran las 23:45 salí al parque de debajo de casa, a jugar con la perrita, con la sana intención de cansarla y que se duerma (y me deje dormir a mí). No era la primera vez que jugaba allí, con ella, en ese parque.

De repente, me sentí muy raro. Sentía que todo estaba en orden, pero fuera de lugar. Todo estaba bien, pero nada era como debía ser. Yo debería estar en casa, viendo series de anime japonés y comiendo una rosca de jamón, queso y tomate con un amigo, como suelo hacer todos los viernes. El sábado debería haber ido al dentista, porque necesito una férula de descanso, y llevo aplazando el tema mucho tiempo. La perrita debería estar con mi hermana, y en la casa, debería estar la yaya, usando sus cosas.

Ayer, a esta hora, todo era así. Todo era normal. Hoy todas las cosas que ella quería están en esta casa vacía. Absurdas. Se han convertido en objetos sin sentido. La habitación de mi hermana, a la que ella pensaba volver con frecuencia, para visitar a la yaya. Las zapatillas de estar por casa, pulcramente colocadas junto a la puerta del cuarto de baño, y que ya nadie se va a poner. El sofá, donde nadie se va a sentar. Las fotos (de sus hijos, de sus nietas, de sus bisnietas) que ya nadie va a mirar.

Quizá, al final, de algún modo, estas son las cosas importantes en la vida. Esos pequeños detalles absurdos, en los que no te fijas nunca, pero que pierden sentido cuando ya no estás. Los botes de perfume correctamente alineados dentro del tocador.

Las cosas que construyen un hogar, quizá construyen también el mundo. De todas las personas de la familia, creo que yo era el que menos la llamaba por teléfono, pero ahora, mientras la perrita duerme a mis pies acunada por el rainymood, se que ya nunca podré volver a Barcelona. Sin ella, cuando esta casa deje de ser su casa, ya no será la misma ciudad. Este es el último viaje a Barcelona.

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