Archivo mensual: marzo 2011

Salir del armario atropelladamente.

Antes de empezar a hormonarme, yo daba por hecho que era evidente que soy trans, aunque también sabía que los hombres trans nunca somos evidentes. Seguramente la mayoría de la gente pensaba que era una chica muy masculina, o un chico bastante ambiguo, pero casi nadie se planteaba que yo pudiese ser trans. La transexualidad masculina es muy desconocida e invisible hasta límites ridículos.

Igualmente, me daba vergüenza hablar de ello con la gente que no conocía de antes, y que no era trans (o “transfriendly”, por decirlo de alguna forma), aunque al mismo tiempo, tampoco es que lo ocultase.

Una amiga me decía que cuando me hormonase y tuviese un aspecto inconfundiblemente masculino, empezaría a ocultar que soy trans y no querría que nadie se enterara. Es algo muy habitual, y comprensible, que las personas trans, una vez que se sienten bien con su cuerpo, vuelvan a entrar en el armario que está justo en frente del armario del que salieron.

La realidad es que a veces las personas que no son trans nos dan algo de miedo. No digo que le pase a todo el mundo, ni siquiera puedo afirmar que sea algo frecuente, pero a mí me pasa en cierto modo, y a otr*s también.

Sabemos que para quienes no son trans somos “l*s otr*s”, l*s rar*s”. Como mínimo, entramos dentro del terreno de lo incomprensible, y de ahí para arriba: lo ridículo, lo malo, lo que es perjudicial y debe ser eliminado. En el I Congreso Internacional sobre Ideología de Género, celebrado en Navarra durante el mes de febrero, donde se pidió que las pocas leyes que amparan a las personas de los colectivos LGTB “igual que cerramos una central nuclear que contamina” [sic!] citando explícitamente la Ley 13/2005, del matrimonio homosexual, Ley 3/2007, de reforma del Registro Civil (¿esa ley existe?). No son imaginaciones nuestras: hay bastante gente ahí fuera que considera que somos material cancerígeno para la sociedad, y que atender nuestras necesidades y facilitar el acceso a los derechos, no sólo civiles, sino incluso humanos, es extender un mal altamente nocivo. No son muy pocos, son un número de personas suficientemente numeroso como para reunirse en un congreso, y con suficientes recursos para organizarlo.

Este es sólo uno de los muchos ejemplos de odio (o fobia) que conocemos. Una o dos veces al mes, me llega algún video con declaraciones similares. También están l*s que nos insultan y nos ridiculizan, en público o en privado. L*s hay de derechas y de izquierdas, y nunca sabes cuando te l*s vas a encontrar.

En mi caso, la gran mayoría de las personas con las que trato no son así, y al menos delante de mí han sido muy pocos los que han puesto en duda mi identidad de género o no me han tratado correctamente. Tristemente, quienes lo han hecho, han sido personas en las que confiaba y a las que apreciaba mucho, y nunca desconocid*s. Quizá sea por eso que, a veces, hago cosas como la que voy a contar:

Primera tutoría de Derecho Administrativo. Tutor desconocido. El aula llena de gente, más llena que nunca. En el transcurso de la clase, surge un tema que me parece que puede ser potencialmente interesante para seguir dando guerra con mi problemilla con el hospital clínico. Así que pregunto si podría recurrir a esa vía de reclamación, y, claro, eso requiere que explique el problema: que no quiero que se utilice mi nombre legal, porque al hacerlo, se desvela automáticamente que soy transexual, cosa que es un dato de mi expediente médico. Lo explico así, delante de todo el mundo, intentando mantener el tipo, aunque noto que me debo haber puesto colorado como un tomate. El tutor, que estaba de pie, se tiene que sentar para digerir la información, que se le ha atraganto a la altura de la amígdala (pero de la amígdala del cerebro, no la de la garganta). Veo que no soy el único de la clase que se ha ruborizado.

En cuestión de 10 minutos hice pasar a un grupo de unas 15 personas de un total desconocimiento de la transexualidad y los retos que implica a nivel social, a la asunción de que hay personas para las que cosas que aparentemente no tienen nada de malo (como que te llamen por tu nombre) representan un difícil problema. El tutor me sugirió una estrategia, que, por cierto, no he tenido tiempo de poner en práctica.

Tengo que decirlo: casi me muero. ¡Pero lo hice! ¡Y no pasó nada! Así que mi amiga, la que apostaba porque con el paso del tiempo me ocultaría, de momento se equivoca. Tal vez en el futuro sus previsiones se hagan realidad, pero de momento, no.

Hablar de visibilidad es mucho más difícil que hacer realidad la visibilidad. Exponerse directamente en un ambiente que no está protegido, donde no sabes quienes son las personas que te rodean… da miedo. Al menos, a mí me da miedo. Tanto que pienso, muy en serio, que un día voy a dejar de tener suerte y me van a agredir físicamente. Pero, por otra parte, estoy contento de poder vivir así, de atreverme a ser yo mismo y hablar de mis problemas… de no dejar que el miedo me meta a empujones en el armario, aunque haya estado a punto de darme un yuyu.

Vale, seguro que por ahí hay un montón de gente que tiene mucha más seguridad en si mism* que yo, y más seguridad también respecto a sus relaciones con los demás, pero… ¡Que puñetas! A mí me ha costó mucho esfuerzo, y creo que me merezco auto concederme una medalla.

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Cita con el cirujano.

Al día siguiente de la entrada anterior, volví a coger el coche para ir a Málaga. La verdad es que es una de las veces que más contento he ido para allá, aunque no estaba del todo feliz, ya que seguía preocupado por mis padres. Más allá de la breve conversación que había tenido con mi madre el martes, no había ninguna novedad, pero eso no me hacía sentir más confianza…

Por suerte, había estado hablando con unas amigas que me habían tranquilizado bastante, con el razonable argumento de que mis padres ya están bastante curados de espanto como para ir a asustarse ahora. Además, ya que me voy a operar como sea y en las condiciones que sean, mejor disfrutar del momento e ir ocupándose de los problemas a medida que fuesen llegando.

Cuando llegué a la consulta, la enfermera (o asistente, o lo que sea) del cirujano miró la hoja de la cita y me informó de que me había equivocado de día. La fecha era el día 23 de marzo. Creo que me puse pálido: 160km para nada… Mientras me ponía pálido, le expliqué que la persona que me dio la cita me había dicho que era para hoy, y que por ese motivo ni había mirado la hoja, y no me había dado cuenta de que la fecha estaba mal. La enfermera dijo que en realidad ya había recibido la citación, y que también le había extrañado que no me hubiesen dado cita para hoy mismo, así que me hizo el favor de dejarme pasar.

En la puerta de la consulta había bastante gente esperando, pero el cirujano no atendía por orden de llegada (desconozco el criterio que sigue, quizá lo hiciera por hora de la cita), y yo no esperé más que un par de minutos.

Entré en la consulta y le cirujano me saludó de la siguiente manera: “hola ¿Cómo estás?”, me estrechó la mano y dijo “bueno, enséñamelo”. Me quedé un poco fuera de juego. ¿Qué le enseñara el qué? ¿El pecho? Por una parte, necesitaba aclaración, y por otra parte, me daba vergüenza preguntar, así que me entretuve explicando por qué había ido el día que no era. El cirujano (que, por cierto, nadie me dijo como se llama, ni tampoco figuraba en ninguna parte, aunque escuché a la enfermera llamarle “Dr. Torres”, así que asumo que así es como debo llamarle yo también)  aprovechó para advertirme de que la gente con obesidad no queda muy bien, y que a lo mejor veía conveniente no operarme hasta que adelgazase un poco. Concluyó con un “pero bueno, enséñamelo” dicho con cierta impaciencia.

Ya he comentado que no me da mucha vergüenza desnudarme, pero… no sé… pedirme que le enseñe el pecho así, sin tomar una copa, sin charlar un ratito… ¡Qué poco romántico! Y, por si alguien se lo está preguntando, la enfermera también estaba por allí.

Total, que me desnudo de cintura para arriba, y, para mi alivio, me dice que en realidad no estoy tan gordo como parece, sino que me sobra bastante tejido [por haber perdido mucho peso], y que sí se puede operar. Ufffff… mientras me vestía me explicó que el problema es que cuando hay un gran exceso de grasa, esta se acumula en los costados, de manera que la forma del pecho no se ve con claridad (es cierto, lo recuerdo), y claro, al operar, pueden quedar formas raras que luego necesiten retoque. Sin embargo, además de eso, también valoran otros factores, como el bienestar psicológico, los problemas de integración social, etc… Bueno, en conclusión, que me opera.

Firmé el consentimiento informado casi sin leerlo, pero me dieron una copia. “Te lo lees tranquilamente en casa, y si no te convence, no te operas, que aunque firmes no hay obligación de operarse”. El consentimiento informado, por otra parte, contiene muy poca información; para empezar, ni siquiera está referido a la operación de mastectomía para hombres trans, sino a una operación de reducción mamaria dirigida a mujeres con mucho pecho. Además, aunque daba información sobre posibles consecuencias (cicatrices, dolor, pérdida de sensibilidad, posibles asimetrías que requiriesen posteriores cirugías) no especifica cosas tan básicas como si la operación se hace con anestesia local o completa.

Por lo que tengo entendido, las personas que se operan en el Carlos Haya son ingresadas unos días antes de la operación, y durante esos días les hacen las pruebas preoperatorios necesarias, lo que viene muy bien teniendo en cuenta que la mayoría de los pacientes somos de fuera, y tener que desplazarse varias veces podría ser un problema difícil. Supongo que también durante esos días, se dará más información, con un poco más de calma… no en la consulta, con un montón de pacientes esperando fuera, y encia, un día que no me toca.

También tengo un poco la sensación de que el cirujano asume que todos los que llegamos allí nos vamos a operar sí o sí, hayan los riesgos que hayan, cosa que en mi caso… es cierta. Así que ¿para qué detenerse a valorar la conveniencia de la operación, si el paciente está convencidísimo y además viene avalado por la opinión de la endocrina y la psicóloga?

Total, que me dieron el volante para que pidiese turno para cirugía, y ahora sólo me queda esperar a ver cuando me dan, y que no caiga en el periodo de exámenes (porque en ese caso tendré que esperar un poco más y ya me meteré en el verano.)

Volví a mi casa un poco antes del medio día, más contento que unas pascuas, pero todavía quedaban cosas buenas por pasar. En cuestión de cinco minutos, mi padre usó (por segunda y tercera vez, respectivamente) el masculino para referirse a mí. Al igual que mi madre las primeras veces, lo empleó en una frase en plural: fue la palabra “vosotros”. Supongo que la costumbre de usar el masculino plural para hombres y mujeres hace sea el paso más sencillo de dar. Alguna ventaja tenía que tener nuestro idioma ¿no? Desde entonces, creo que está intentando no referirse a mí con ningún género, lo que ya es un avance enorme, y muy de agradecer. ¡Mi padre! Eso sí que no me lo esperaba yo. Mi madre ya me trata en masculino casi siempre.

Cuando ya estaba a punto de abrir la botella de champán para celebrarlo, las cosas mejoraron todavía más. En una conversación sobre otra cosa con mi madre, salió el tema de la hospitalización, y así, tranquilamente, sin drama ninguno, como si estuviésemos de que me iba a operar para sacarme una muela, comentamos los detalles de organización (por ejemplo, que yo iré en autobús cuando me ingresen, y ya irán ellos cuando me opere en su coche, y nos volvemos todos juntos).

Así que al final resultó que no ha habido problemas con mis padres, ni enfados, ni discusiones, ni disgustos, ni nada. ¡Normalidad! No es que vayan a hacer una fiesta, pero tampoco se va a terminar el mundo. E incluso más. ¡Progresos en el trato!

Ahora sí que estoy contento, pero contento del todo, y de verdad. La única pequeña preocupación que tengo es que me den fecha para la época de exámenes y tenga que decir que no, pero bueno… ¿qué supondría eso? ¿Un retraso de uno, dos, quizá tres meses (teniendo en cuenta que el verano se acerca)? ¡Comparado con todo lo demás, eso no es nada! ¡Si las cosas están saliendo tan bien que van mucho más allá de mis expectativas!

Me paso las horas muertas pensando en cuantos sitios voy a poder quitarme la camiseta: en la playa, en la piscina, en mi casa si hace calor, si necesito un masaje, cuando vaya al médico y me tengan que mirar algo en el pecho…

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Visita psicóloga, endocrina y… ¡sorpresa!

El martes pasado me tocó ir a la UTIG para una revisión. Las revisiones son cada seis meses (más o menos) e incluyen, como mínimo, una visita a la endocrina y otra a la psicóloga (sin contar las otras veces que tenga que ir para hacerme, por ejemplo, análisis de sangre u otras pruebas que sena necesarias).

Lo de ir a ver a la endocrina… es obvio, teniendo en cuenta que estoy en tratamiento con testosterona. También, una vez al año, tengo que ir a ver a mi otra endocrina que me controla como voy desde que me operé del estómago. Son gajes que tienen los tratamientos médicos… que hay que ir a ver al médico con cierta frecuencia para que te vaya diciendo como estás.

Lo de ir a ver a la psicóloga, creo que va «de serie». Los protocolos de atención a la transexualidad incluyen «terapia psicológica», y sospecho de que entra en el pack de manera irremediable, quieras o no quieras. Tengo que reconocer que en realidad no está mal contar con el apoyo de una psicóloga… por ejemplo, en esta ocasión yo lo necesitaba, y pasar por la consulta de Trinidad me ha resultado muy útil. Pero me gustaría mucho, mucho más, si esto no fuese como las lentejas, que, aunque dicen si quieres las comes, y si no, las dejas, ocurre que habitualmente este refrán te lo dice tu madre para comunicarte que te las tienes que comer sí o sí. Vamos, que lo ideal sería contar con el apoyo psicológico, pero que si quieres vas, y si no, pues no vas. También es verdad que si entras en la consulta y le dices a Trinidad que estás bien, saldrás de allí casi tan rápido como entraste, de modo que si formalmente no es opcional, materialmente sí lo es.

Como se ve, estoy mucho menos beligerante con la UTIG de lo que solía. No es raro: lo que ahora recibo de ellas es lo que quería recibir desde el principio: atención médica, orientación piscológica y eventualmente cirugía. El trato que tengo ahora es muy amable, interesado, e incluso participativo. Se me pregunta como estoy y qué necesito. Se me dan explicaciones claras y detalladas, se tienen en cuenta mis percepciones (por ejemplo, al comentar a la endocrina que noto que la dosis me va un poco corta me dijo que podía deberse a que, en efecto, me fuese corta, pero que también pasa que al principio del tratamiento se tiene esa sensación, y con el paso del tiempo va desapareciendo. Aprovechando que estoy cerca de la próxima inyección, me pidió un análisis, me indicó que no debía «juntar» las inyecciones por mi cuenta, y que llamara por teléfono para, en función de los resultados, juntar las inyecciones un poco), se me pregunta qué clase de tratamiento quiero, dentro de los que ofrecen… Vamos, todo excelente.

¡Pero yo necesitaba todo eso hace un año! Cuando llegué por primera vez estaba muy preocupado, asustado, perdido, y tratando de manejar una situación muy difícil para la que nadie me había preparado (es más, había aprendido que esa situación no debía llegar a darse nunca jamás de los jamases). Ahora necesito todo lo que me están dando, pero antes lo necesitaba todavía más. No es justo tener que «ganarte» un «certificado de calidad» en base a unos criterios y procedimientos que desconoces para poder recibir los servicios que estás necesitando.

Ahora entiendo por qué, en los pasillos de la UTIG se puede ver que hay tres tipos de pacientes: los que aún no reciben tratamiento, nerviosos y tristes, y los que sí lo recibimos, que oscilamos entre el buen humor por nuestros progresos y el aburrimiento de las revisiones rutinarias. Yo estoy en la fase del bueno humor, pero eso no sirve para que olvide o perdone todo lo anterior. (Echo la culpa de todo, o al menos el 80% a que la transexualidad se considere todavía como una enfermedad mental: hasta que no recibimos el «aprobado» no somos gente de fiar.)

Volviendo al tema… como ya he dicho, esta vez me fue muy útil la consulta de la psicóloga. Luego, pasé a ver a la endocrina. Le comenté los problemas ulceriles que he estado teniendo, comentamos como me iba llendo el tratamiento, los resultados de los análisis… Finalmente me preguntó cómo me sentía yo respecto a los cambios que estaba habiendo en mi cuerpo, y le dije que estaba muy contento (que es la verdad). Entonces me comentó que quizá había llegado la hora de plantearme la cirugía de pecho, si es que yo quería operarme (además, cosa muy importante, recalcó la voluntariedad de la operación, preguntando directamente «¿quieres operarte?»). Como yo sí quiero operarme, me faltó tiempo para decirle que sí. ^_^

Además de todo esto, me hizo una revisión física que, por si otros pacientes de MªCruz Almaraz se lo están preguntando, tiene el requisito indispensable de quitarse la ropa. En mi caso tenía un componente «vergonzante» añadido en forma de padawan: un estudiante muy guapo (como todos l*s estudiantes que van por allí… no sé que les darán de comer en la facultad de Medicina de Málaga, pero si lo llego a saber, habría ido más amenudo cuando estudiaba en el campus de Teatinos), y muy probablemente, gay, que andaba por allí escuchando todo, viendo todo y sin decir ni pío. Por suerte, a mí no me da mucha vergüenza desnudarme donde haga falta, así que no pasé un mal trago.

El siguiente paso: ir a sacarme sangre. No sé cuantos tubitos me sacaron, pero tampoco es que me importe. He sido donante de sangre… y he tenido una vía enganchada a la vena yugular durante cinco días, así que ya estoy bastante curado de espanto en lo tocante a pinchazos en las venas. De todas formas, un poco aprensivo sí que soy todavía, pero el truco (para mí) consiste en no mirar lo que me hacen, y mientras, que me den conversación.

Último paso: ir a pedir hora con el cirujano. ¡¡Por fin!! ¡¡Cirujano!! ¡¡Mastectomía!! ¡¡Viva!! Lo que no me esperaba era que me diesen la cita para el día siguiente. Como la encargada de las citas me vió dudar, me comentó que podía darmela para otro día «a partir de mañana, el miércoles que quieras». Yo recordé que el miércoles había quedado por la mañana con mi hermana, y por la tarde para una reunión de Conjuntos Difusos, pero… pero… «no, no, mañana está bien.» No fuera a ser que alguien cambiara de idea.

Hasta ahí todo bien. Lo difícil era… lo de siempre: contárselo a mis padres. Se lo dije a mi madre, cuando nos quedamos solos después de comer. Ella se puso muy triste e intentó convencerme de que no me operase, pero, las cosas como son, lo intentó con bastante menos entusiasmo y convicción con que hacía este tipo de cosas al principio. Aún así, me quedé preocupado. ¿Qué reacciones vendrían después? ¿Enfado? ¿Rechazo? ¿Incomprensión?

Como viene siendo habitual en mis relaciones con mis padres respecto a este tema, no di ni una. Parece mentira que, mientras en otras cosas soy capaz de prevér su reacción al milímetro, con esto no acierto ni de lejos. Cuando volví a casa por la noche, el trato volvía a ser normal, como si nada, y al día siguiente, fue aún mejor. Pero eso queda para la próxima entrada.

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La advertencia de Mauro Cabral…

Mauro Cabral es un activista trans e intersex, y con esto quiero decir que él es a la vez trans e intersex (sí, se puede, aunque el DSM diga que no).

Respecto a las operaciones de normalización a las que a menudo se somete a las personas intersex durante los primeros años o incluso meses y semanas de su vida, mucho antes de que tengan consciencia para decidir por si mismos, Mauro hace una advertencia, que viene a ser que las cirugías realizadas sobre las personas intersex les recuerdan cada día que sus cuerpos no eran lo suficientemente buenos para ser queridos tal y como eran originalmente.

Respecto a mis propias cirugías futuras… Tengo muy claro que quiero hacerme la mastectomía. Siempre he sentido mis pechos como un molesto añadido, con el que no sabía qué hacer (aunque descubrí que los escotes generosos son una buena baza a la hora de negociar con hombres), ni dónde guardarlo. Aunque estéticamente no me desagradan, me estorban a todas horas, y me parece que mientras los tenga, no voy a ser libre. Como si mis pechos me sometiesen a una servidumbre no deseada hacia ellos. Incluso me resulta difícil comprender como lo hacen las mujeres para convivir con sus pechos y soportar la vida con ellos.

La histerectomía es otra cuestión. Esta cirugía en lugar de librarme de una servidumbre, la provocaría, puesto que ya no podría elegir dejar de hormonarme. Pero ¿a quién quiero engañar? Ya soy psicológicamente adicto a la testosterona, y, como el fumador impenitente, yo soy adicto con alegría. Igual que la mayoría de los hombres, sólo que en su caso no necesitan comprarla en la farmacia.

El problema es que muchos hombres trans operados de histerectomía empiezan a desarrollar osteoporosis muy jóvenes. En el otro platillo de la balanza los médicos advierten que existe riesgo de desarrollar cáncer de ovarios. Ninguna de las dos opciones está muy investigada, pero los médicos recomiendan operarse.

Finalmente está el tema de los hijos. No descarto del todo un embarazo, pero preferiría adoptar, en caso de que algún día llegue a tener la estabilidad económica necesaria para tener hijos, que a este paso, va a ser que no. Siendo sincero conmigo mismo ¿de verdad sería capaz de dejar la testosterona y llevar adelante un embarazo con todo el que ello conlleva a nivel físico y hormonal?

Tener que decidir si me opero o no, es como intentar decidir qué dedo me corto.

¿Y la “reasignación de sexo”? Ya de entrada me siento muy incómodo con la palabra “reasignación”. Es como si los médicos y sólo los médicos tuviesen el poder (mágico, sobrenatural) de diagnosticar, redefinir y, en definitiva, distribuir o decidir (asignar) el sexo de todos los seres humanos. Pues no. ¡Mi sexo me lo asigno yo! ¡Faltaría más! Creo que la palabra reconstrucción es mucho más adecuada.

Las cirugías de reconstrucción sexual para hombres trans no suelen quedar muy bien, aunque últimamente la técnica está mejorando, y ya hay dos o tres buenos cirujanos  en el mundo que dejan satisfechos a sus pacientes.

No lo sé. Si tuviese la certeza de que el resultado va a ser bueno (con sensibilidad, funcionalidad, estéticamente aceptable)… ¿me operaría? ¿Pasaría con alegría por el duro proceso post operatorio? Seguramente sí. Pero ¿por qué? ¿Para agradar más a una posible pareja? ¿Para sentirme más seguro y definido en mis relaciones sexuales? Posiblemente estos serían mis principales motivos.

A diferencia de mis motivaciones hacia la mastectomía, que son internas, las motivaciones para la reconstrucción son externas. Las vería reflejadas en los ojos de los demás. Me sentiría bien al estar con otros.

Entonces es cuando recuerdo la advertencia de Mauro Cabral ¿No se convertiría ese cuerpo operado en un recordatorio de que yo, tal y como era, no era suficientemente bueno para ser querido? Es más ¿no será que ni siquiera me reconozco lo suficientemente bueno como para quererme yo mismo?

A veces, cuando estoy en ese lugar que se encuentra entre el sueño y la vigilia, cuando estoy sólo de verdad, siento que me gustaría arrancar sistemáticamente de mi cuerpo todo lo que pueda haber de femenino en él, empezando por los pechos, hasta terminar lavando célula a célula cada pequeño fragmento. Sin embargo, se que no lo necesito.

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