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La abeja y la babosa.

La semana pasada tuve que asistir a la utilización de un proyecto que debería estar encaminado a resolver una serie de problemas de las personas trans, para el lucro político de una sola persona. No puedo hablar todavía de ello, porque el proyecto está todavía en marcha, y nos encontramos en un momento delicado (el más delicado desde que empezamos, el de mayor vulnerabilidad), pero cuando todo haya terminado, tanto si tenemos éxito como si al final fracasamos, lo contaré todo, y no me va a importar quien o cuanta gente se enfade conmigo, o las mentiras e historias que esa persona pueda decir sobre mí para restarme credibilidad.

Estoy tan decepcionado, que no lo puedo ni decir. Llevo varios días dándole vueltas en la cabeza a las maneras en que podría explicarlo, no porque quiera que otras personas lo entiendan, sino porque escribir lo que siento siempre me ha servido para poner en orden mis ideas (una especie de terapia, a lo pobre, porque no tengo dinero para pagarme un psicólogo). He reescrito este párrafo varias veces. Me he quedado un rato mirándo al vacío, a ver si las palabras llegaban solas. Pero no. Sigo sin saber cómo expresar lo triste, lo cansado, lo enfadado, lo desilusionado que estoy… 

Me planteo para qué hago lo que hago. Para qué me esfuerzo tanto por intentar que el mundo sea un poco mejor, si parece que ya hay una o dos personas que pueden encargarse ellas solas de todo. Ya tenemos una reina de la colmena que lo sabe todo, lo hace todo, lo resuelve todo, lo negocia todo, lo grita todo, y a la que la actividad de cualquier otra persona le molesta y le estorba porque cualquiera que no opine y obre bajo su dictado, está “rompiendo la unidad del colectivo trans”. Si ella sola lo puede todo, y los demás sobramos ¿para qué me estoy molestando tanto? 

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Este fin de semana, quedé con mi amiga, la escritora Lluvia Beltrán, que venía para la presentación del libro “la puerta de las rimas” (de otro autor, no recuerdo ahora como se llama el muchacho, y sobre la que no puedo opinar porque no la he leido). A su vez, me presentó a otra gente, que también son amigos suyos, y lo pasamos genial. Me cayeron muy bien todos. Dos de ellos son una pareja que lleva poco tiempo junta, pero se les ve tan bien compenetrados… Hablamos de las pequeñas cosas de la vida: música (yo creo que Yolanda debería ir a un concurso de la tele ¡Conoce todas las canciones!), actores y cantantes guapos, trabajo, como pagar el recibo mensual de autónomos y no morir en el intento, de lo bordes y estúpidos que son algunos clientes, que te regatean por menos de un euro, de lo majos que son otros, que te preguntan por las cosas que estás haciendo, de lo imbéciles que son los jefes, que suelen despedir al que más trabaja en la empresa, mientras que aprecian a los que dedican su tiempo a hacer relaciones públicas y a “ser creativos”, de flores y plantas, de las épocas que se vende más y se vende menos, del precio de los alquileres, de café, de pizza, de lo mal que se come en Inglaterra, de proyectos de negocios que podríamos emprender… 

Todo esto llegó en un momento en el que, desde hace unas semanas, pienso en quien soy y no me acuerdo. Recuerdo que me gustaban los juegos de rol, pero ahora me propongo jugar y me echa atrás el cansancio. Recuerdo que tenía amigos con los que salía a tomar algo y a hablar de tonterías. Lo pasábamos muy bien. Me resultaba sencillo relajarme y hablar, no como ahora, que cuando hablo de cosas normales casi me siento como si estuviese cambiando de idioma. Cuando veo alguna serie (una de las pocas cosas que me relajan últimamente), empiezo a sentir angustia. Me pongo a pensar, y al llegar la noche, me parece que no soporto mi propia vida. Estoy como alienado de mi msimo. Entonces es cuando me pregunto quien soy.

Yo antes no llevaba encima de mí el peso de, al parecer, el bienestar presente y futuro de todas las personas trans de Andalucía (y, tal vez, de España, puesto que la ley que queremos aprobar significaría un punto de inflexión histórico en Europa, en lo concerniente a la atención, consideración y reconocimiento de la transexualidad y de las identidades trans. Es algo muy gordo.) Ahora siento que debo hacerlo, aunque en realidad, nadie me ha pedido que lo haga. Más bien, se me está pidiendo que no lo haga. Que me haga a un lado, porque tapo la luz de los focos, porque no estoy aplaudiendo, y, en definitiva, porque no me avengo a trabajar como una obrera más de la reina-abeja. Qué desfachatez la mía.

No necesito nada de esto. No tengo por qué salvar el mundo, y menos si, encima, debo pagar por ello un alto precio a nivel personal (y también económico). Me siento vacío. Nada de lo que hago me llena. Esta tarde me voy de viaje a Liverpool, a ver a mi hermana, y casi no tengo ilusión. No me levanto por las mañanas lleno de energía, contento de pensar en todas las cosas que tengo que hacer, sino cansado y triste tras haber dormido poco, preguntándome quien va a ser el que venga hoy a rebuznarme al oido, a enfadarse conmigo, a tratar de manipularme y aprovecharse de mí, y a enfadarse al comprobar que aquí ya no queda nada que sacar. 

Mientras pienso esto, se me ha ocurrido, por fín, la manera de explicar cómo me siento. Me siento como una babosa sobre un montón de sal. Debo empezar a plantearme qué es el montón de sal, y como salir de él. La parte buena es que yo no soy una babosa.Imagen

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Post exámenes

El miércoles hice el último examen, por fin. En realidad, eran solamente dos (llevo tres asignaturas cada cuatrimestre, y me dejé una para septiembre), pero a los profesores de la UNED les encanta escribir unos tochos enormes, que solamente para leerlos ya te lleva varios meses… no hablemos de estudiarlos. Así que, por más interés que le pongo, no puedo sacar más que medio curso por año, y contando con que algunas asignaturas me las dejo para septiembre. Eso sí, en los dos años que llevo, todavía no he suspendido ningún examen, y espero que esta evaluación no vaya a ser la primera.

A diferencia de otros años, he conseguido llegar al final de la evaluación sin que me pasen ninguna de las siguientes cosas:

  • No me he puesto gravemente enfermo. Los dos años anteriores, en febrero, me puse fatal. El primer año, cogí la gripe A (era fuertecilla, la muy…), y el segundo año, una buena neumonía. Este año me he montado una mesa camilla en la tienda, y he estudiado calentito, gracias a lo cual me he ahorrado una semana de estar muriéndome con 38,5º de fiebre. Aunque reconozco que algunos días habría sido agradable estar enfermo y no poder ir a trabajar.
  • No he tenido dolor de dientes. Tengo tendencia a apretar los dientes mientras duermo, y también cuando estoy despierto. Eso se llama bruixismo, y la solución es fácil, pero un poquito cara. Basta con ir al dentista para que te haga una especie de aparato que te lo pones, y ya puedes morder todo lo que quieras. Me costó 120€ (ojo, el primer sitio donde fui a preguntar fue la clínica Vitaldent, que está al lado de mi casa, y me querían cobrar 235€ ¡!), pero vale cada uno de los 1.200 céntimos invertidos ¡Ya no me duele la boca! ¡Puedo comer sin que las mandíbulas me crujan! ¡Increible!
  • No me ha vuelto a sangrar la úlcera. Normalmente la úlcera se me pone peor con el estrés. Terminé el tratamiento justo antes de navidad, y creo que ya se me quedó bien, o medio bien. Últimamente me duele un poco el estómago y la espalda (a mí, cuando me duele el estómago, me duele también la espalda), así que puede que sí me haya empeorado un poco por el estrés…

Excepto por lo de la úlcera, creo que este año he pasado por el trance de los exámenes de  febrero mucho mejor que otros años. Será que ya le estoy cogiendo el tranquillo a esto de estudiar a distancia.

Además, tampoco tengo tanto trabajo acumulado como otras veces, aunque es verdad que debo algunos correos electrónicos, y tengo mis blogs algo abandonados (T_T). Teniendo en cuenta que llevo tres días sin vender absolutamente nada en la tienda, y sin que ni siquiera entre nadie a preguntar, sospecho que me va a dar tiempo de ponerme al día de todo. Por desgracia. Lo que no sé es cómo voy a hacer para pagar la seguridad social. Teniendo en cuenta que si pago la seguridad social, va a llegar el día que no tenga para comer, tal vez lo mejor sería que me pusiese en huelga de hambre. Así ahorro, y a lo mejor consigo que me hagan alguna bonificación en la couta. De camino, adelgazo. Todo son ventajas.

Otra cosa que voy a tener tiempo de hacer, en vista de que no vendo prácticamente nada, es escribir mi novela. «¿Tu novela? ¿Qué novela?». Es normal que no sepas de qué novela hablo, porque sólo lo he comentado con tres personas, pero… estoy escribiendo una novela. No había querido decirlo antes, porque tengo tendencia a empezar los proyectos y abandonarlos, o dejarlos pausados durante muuuuucho tiempo. Sin embargo, con este tema estoy bastante animado. Cuanto más escribo, más ideas se me ocurren. Los personajes van evolucionando solos, y crean sus historias y conflictos entre ellos. A veces me parece increible, porque se supone que no existen ¿no? Se supone que lo tengo que pensar yo todo, pero lo cierto es que a veces tengo la sensación de que se piensan solos. 

Y ya está. Estas son las cosillas que voy haciendo. Me aburro un poco. Estoy cansado. Llevo más de un año sin vacaciones y ya me va haciendo falta. No sé para qué he venido a la tienda, si aquí no entra nadie.

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Gente transexual en Motril

Hace un par de meses, empecé a ver a una chica trans por Motril. La primera vez, la vi mientras iba al trabajo, y ella estaba esperando el autobús en la parada que hay cerca de mi casa, con una señora que supuse que sería su madre. No estaba 100% seguro de que fuese trans, porque es muy jovencita, y a esa edad los rasgos no están muy definidos que digamos. Supuse que volvería a verla, si solía coger el mismo autobús, porque Motril tiene unos 50.000 habitantes (así que uno puede estar toda la vida sin cruzarse con una persona en concreto) pero sólo tiene 3 paradas de autobuses, para los autobuses que van y vienen de los pueblos de alrededor, y tampoco es que haya muchos autobuses al día, así que…

Pensé que debería haberme acercado a ella, pero, igual que me ha pasado otras veces ¿Qué le digo? Le digo «¿oye, eres trans?» ¿Cómo afectaría eso a su autoestima? De todas formas, iba con bastante prisa, y… bueno, que no me paré.

Algún tiempo más tarde, la volví a ver en el mismo sitio, pero yo iba por la otra acera. Ahí sí me habría acercado, pero entonces el autobús llegó, y ella subió. Se me escapó otra vez.

Finalmente ayer me la encontré al salir del trabajo. Yo salí de la tienda y iba rumbo a la biblioteca a devolver unos manuales de la UNED, para el cuatrimestre próximo. Era de noche, estaba cansado, y no me fijaba mucho en lo que había a mi alrededor… hasta que escuché una voz trans. A la gente le sorprende que yo me guío más por el oído que por la vista, seguramente porque escucho muy bien, pero veo menos que un gato de yeso (las gafas compensan, pero no es lo mismo). El problema es que, como veo menos que un gato de yeso, para comprobar de quien era esa voz, si realmente era una voz trans, y si la trans en cuestión era la misma que he visto en la parada de autobús… tuve que girarme descaradamente. Y sí, era ella. Iba hablando animadamente con una amiga (¡Bien por ella! No todxs lxs trans pueden decir que tienen amigas con las que salir en público), y como iban justo en sentido contrario al mío, cuando me quise dar cuenta, ya se me había vuelto a escapar.

El problema es que esta vez la amiga se dio cuenta de que yo me había girado a mirar. Es más, me giré dos veces… ¡Y la segunda, ella se había girado también para mirarme a mí! Ya estábamos en el quinto pino (unos 50 metros de distancia), así que era imposible que le dijese «perdona, esto no es lo que parece…» porque seguro que tanto ella como la amiga pensaron que soy un gilipolllas que se le ha quedado mirando porque nunca ha visto una chica trans.

Pero es que… nunca he visto una chica trans aquí. Y sé que las hay. Está la prima de la cuñada de mi ex novio, que empezó el proceso antes del verano. Le he dicho a la cuñada de mi ex que le de mi teléfono, por si quiere contactar conmigo, pero no debe querer (y me parece raro, porque ha montado una asociación, así que debería tener interés en buscar más gente ¿no?). Quizá ella sea la chica que me estoy encontrando últimamente. Se que hay un chico trans que está casado con una chica y vive totalmente en el armario, no muy lejos de donde tengo la tienda, pero no tengo ni idea de quien pueda ser. Sé que mi hermana tenía una compañera de clase trans, pero puede que ya no viva aquí, y sé que antes que yo, otra chica hizo el cambio de nombre y sexo legal, porque me lo comentaron tanto en el Registro Civil como en la comisaría (puede que fuesen dos chicas distintas, puede que fuese la misma chica, e incluso puede que fuese la compañera de clase de mi hermana). Es decir, tirando por lo bajo, somos 4 personas trans. Que yo sepa. Probablemente debemos ser más. Sin embargo, no nos conocemos entre nosotrxs. Diría que lxs demás, en realidad, no tienen interés en conocer a otras personas trans.

Sin embargo, puede que algunx de ellxs, de vez en cuando, se meta en internet a buscar información.Si unx de ellxs lo ha hecho, y por casualidad me encuentra, ya sabe que puede escribirme. A lo mejor hasta resulta que me reconoce… (y, de paso, puede que me reconozca algún transfílico que iba buscando contactos de prostitutas transexuales en Motril. Si ese es tu caso, has llegado al sitio equivocado). Si eres la chica del otro día, ya sabes por qué me volví a mirarte. A ver si tengo la oportunidad de decírtelo en persona, porque sé que esas cosas molestan, y me dio pena dejarte con tan mal sabor de boca…

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La primera vez que mi padre me llamó Pablo

No sabría decir cuando empezaron a encadenarse los hechos que llevaron a esta situación. Tampoco sé si lo hice bien, o si lo hice mal. Probablemente, como siempre me pasa con este tipo de cosas, lo hice de la peor manera posible, porque. Ser un metepatas es una de mis principales características, y supongo que se trata de algo que nunca conseguiré cambiar, por más que lo intente.

Empezaré diciendo que cuando comencé a trabajar en el proyecto de la.trans.tienda, no me atreví a contar nada a mis padres, por miedo a que me quitasen la idea de la cabeza (las ideas son frágiles al principio) como ya habían hecho en otras ocasiones con otras iniciativas. Cuando me di de alta como autónomo, tampoco se lo dije, por miedo a que se enfadaran conmigo, o me dijesen que lo que estaba haciendo era una idiotez. Sin embargo, mi madre seguía pagando su propia seguridad social para mantener la tienda abierta… innecesariamente, ya que allí sólo trabajo yo desde hace tiempo.

De la misma forma, y por motivos similares, no les dije que había cambiado de nombre legal. Fue una decisión muy difícil de tomar, y tener que tomarla hizo que se momento feliz se volviese un poco amargo. Tenía miedo de que mi padre tomase represalias contra mí, por haberme atrevido a cancelar la partida de nacimiento que él firmó en el Registro Civil ¿Y si decidía que yo ya no era hijo (o hija) suya? Demasiado riesgo.

La semana pasada, mis padres se quedaron en casa (en la casa donde vivo, que es suya), y a raiz de un pequeño incidente, estuvimos a punto de tener una discusión muy grave, que al final se pudo evitar (tuve suerte, ese día yo había tenido que pasar el día fuera de casa, y cuando llegué, la cosa ya se había enfriado). Pero aunque no llegamos a discutir, sí que hablamos de la ayuda que ellos me dan (dejarme estar en su casa, sin pagar nada, pagar la seguridad social para mantener la tienda abierta…)y yo le dije a mi madre que ya no hacía falta que siguiera cotizando en la seguridad social, porque ya estaba cotizando yo. Me preguntó por qué me había dado de alta, y desde cuando, y se lo conté.

Unos días más tarde, hablé del tema con mi padre. Me acusó de haberle mentido, y de estar aprovechándome de él, “chupándome lo suyo” (según me ha contado mi amiga Maite, madre de una chica trans, lo que más les molesta a los padres es que hagamos las cosas así, te tapadillo y sin contarles nada, barriendo sólo para lo nuestro…). Yo le expliqué mis motivos para no contárselo, torpemente pero como mejor pude, ya que cuando hablo con mis padres me bloqueo y soy incapaz de sacar adelante ningún razonamiento mínimamente coherente. Simplemente, estoy demasiado angustiado para pensar. Al menos, conseguí decirle que no les decía nada porque tenía miedo de él. No acerté a decirle también que ellos mismos han decidido separarse de mi vida, al no reconocerme como hijo, ni que no saben nada de mí, ni siquera quien soy. Pero sí que le dije que estoy convencido de que podría hacer cualquier cosa contra mí, porque no me quieren. Si me quisieran, no me llamarían Elena, ni me tratarían en femenino, convirtiendo cada rato que estoy con ellos en una humillación (tampoco le dije que cuando lo hacen en público, además, me ponen en riesgo, porque animan a los demás a que también me traten mal. Si los padres de una persona trans le tratan en el género que no es, significa, generalmente, que no pueden hacer otra cosa, pero cuando lo hacen los demás, significa que creen tener una superioridad moral sobre ti, para decidir quien eres y ponerte “en tu sitio”).

Mi padre dijo que me llamaba Elena porque ese era mi nombre: el nombre que tenía que poner cuando hacía papeles. Yo lo negué con la cabeza, y le dije que no. Me pidió que le enseñara el carnet de identidad, y se lo enseñé.

Al verlo, empezó a llamarme Pablo. No se enfadó por que hubiese cambiado de nombre, pero me acusó de mentirle también en eso. Me dijo que ahora le había mentido dos veces.

Continuamos hablando mucho rato, intentando arreglar las cosas. Me echó en cara muchas cosas más, del presente, y del pasado lejano. Todos los esfuerzos infructuosos para conducirme hacia una vida laboral brillante y productiva. Todos los esfuerzos que, para mí, conducían a convertirme en quien ellos querían, y no en quien quería yo. Pero ¿Quién quería ser yo? En aquella época, ni siquiera lo sabía, porque no sabía que podía llegar a ser quien de verdad era. En aquella época, vivir era una tarea demasiado penosa, como para, además, prestar atención a otras obligaciones. Tampoco fui capaz de explicárselo a mi padre, pero creo que eso no es falta mía en hablar, ni suya en escuchar: me parece que, si no eres trans, todo lo que he escrito anteriormente carece por completo de sentido. Sin embargo, para quienes sí lo somos, tiene todo el sentido del mundo.

Recuerdo que, cuando les dije que era trans, tuvimos una conversación similar, en la que mi padre me echó en cara todos mis fracasos, el poco esfuerzo que ponía en todo, mi escasa utilidad. En aquel momento me pareció que era bueno que me lo dijera, porque yo sabía que era verdad, y lo mejor que se puede hacer con la verdad es ponérsela delante de los ojos a quien se empeña en no verla (ahora, unos años más tarde, me he dado cuenta de que eso tampoco es cierto. Cuando las cosas no se pueden cambiar, es mejor dejar que los demás vivan felices. No merece la pena amargarles si no se va a obtener ningún beneficio de ello). Aquella vez, me avergoncé de mí mismo. En esta ocasión, no. Esta vez estaba muy tranquilo, porque sabía que en esta ocasión el que no veía las cosas no era yo, sino mi padre. Estudio mucho, trabajo mucho, me esfuerzo mucho, trato de ayudar a todo el que puedo, y nunca busco aprovecharme de la necesidad ajena.

Mi padre sostiene que lo más honrado habría sido confiar en ellos desde el principio e ir contándoles las cosas a medida que las iba haciendo. Soportar sus reacciones, incluso cuando sean agresivas (verbalmente, nunca físicamente) y estén equivocados (o ir sorprendiéndome de que, al contrario, reaccionen bien), es parte de los deberes de un hijo. Yo creo que hay un límite de exigencia y de agresión que queda fuera de los deberes morales.

Quizá debí hablar antes. O quizá, al posponerlo hasta que he explotado, y tener que reconocer que lo he hecho por miedo, les ha hecho pensar que están siendo demasiado duros conmigo. O quizá no. Lo que mis padres piensan, o como van o no van a reaccionar, sigue siendo imprevisible para mí.

Como sea, la cuestión es que mis padres han empezado a llamarme Pablo, o a intentarlo. No siempre les sale, pero por lo menos lo intentan. Yo no pido nada más. También hemos traspasado el nombre de la tienda, y ahora está al mío. Me he convertido de repente en un “bi-empresario”, con dos licencias fiscales para dos actividades distintas: la.trans.tienda y la ferretería. Me preocupa, porque en esta época de crisis, en la que no hay dinero para nadie, ser “bi-pequeño-empresario” es “bi-arriesgado”, pero me queda el consuelo de que al menos ahora le saco más rendimiento a mis impuestos.

Ambos momentos, el del traspaso del nombre de la tienda (que, al fin y al cabo, me convierten definitivamente en una persona que va en serio con lo que está haciendo), y la primera vez que mis padres empezasen a llamarme por mi nombre, y a tratarme en masculino, deberían haber sido alegres. Sin embargo, como cada pequeño avance que he ido haciendo en la construcción de mí mismo como hombre, se han vuelto agridulces, pues han ido teñidos de discusión, angustia, secretos y miedo.

Por otra parte, creo que esto ha sido un punto de inflexión. Quizá, en adelante, las cosas dejen de ser así.

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Como hacer un arnés para prótesis de paquete con un cinturón y un calcetín.

Si utilizas una prótesis de paquete, te habrás dado cuenta de que hace falta sujetarlas con algo, porque si no, se mueven para todos lados. Conozco a gente que ha tenido pesadillas soñando que se le caía por la pernera del pantalón, y los demás se reían de él (a mí nunca se me ha llegado a salir la prótesis del calzoncillo, pero sí que es verdad que tiende a irse al fondo, por la fuerza de la gravedad…).

En los sex shop venden arneses de todo tipo, pero normalmente son para usarlos un ratito, mientras practicas sexo, y no para llevarlos todo el día. También he visto otros para prótesis de paquete, pero… la verdad, cuestan una pasta. No sé si valdrán o no valdrán lo que cuestan, pero… El caso es que mirando sex shops online vi un modelo de arnés con calcetín, y me di cuenta de que no hace falta ser un genio para hacerse uno casero. Me salió al segundo intento, así que ya veis, es muy fácil. De todas formas, estoy pensando en poner una línea de productos para chicos trans en la.trans.tienda, ya que sois varios los que me los estáis pidiendo, así que para los que tenéis miedo a la máquina de coser, o no tenéis mucho tiempo, también podría venderlos.

El modelo que he hecho en el video queda feo, porque el cinturón es de un color, y el calcetín de otro, pero eso se soluciona fácilmente, dedicando un poco de tiempo a buscar un cinturón y unos calcetines del mismo color. La otra opción es usar cinta de persiana gris (aunque la cinta de persiana tiene muchos más usos en el campo de la creación de arneses, como mostraré más adelante) y un calcetín gris.

Para el próximo video ya colocaré las cosas de manera que evite el contraluz de la ventana. Esta vez es que me he dado cuenta después de hacer el video, y como ya era el segundo intento, un tercer intento ya me iba a costar romper otro par de calcetines… y paso. Además, no es que me sobre mucho tiempo… Así que espero que me disculpéis por esta vez ¡La próxima lo haré mejor!

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¿¿¿Quien me ha robado los últimos quince días???

¡Cuanto tiempo sin pasar por aquí! ¿Ya han pasado dos semanas? ¡No puede ser! Me habían dicho que según uno se va haciendo viejo, el tiempo pasa más deprisa, pero esto empieza a parecer cosa de brujería…

Como he estado super liado, voy a hacer un resumen de lo que he estado haciendo estas últimas dos semanas.

¿Os acordáis de mi amigo Jorge Santana, que había desaparecido? Por suerte, sólo fue un susto ¡Pero menudo susto! Tenía previsto un viaje a Perú para principios de septiembre, y una buena mañana, así como quien no quiere la cosa, le dio el punto y se fue si avisar a nadie. Al cabo de una semana, cuando ya la cosa parecía definitivamente seria, el Ministerio Fiscal del Ecuador comenzó las investigaciones, y muy pronto descubrieron que había cruzado por tierra la frontera con Perú, un día después de marcharse. Ese mismo día, Jorge llamó a su familia para decir que estaba bien. A mí, la verdad, en ese momento me dieron ganas de matarlo, pero ahora me alegro de que esté bien.

Luego vino el exámen. Después de haberme pasado todo el verano estudiando Historia del Derecho, el día 6 de septiembre era la hora de la verdad. Y tenía que repasarlo todo. Casi 700 páginas de temario para una asignatura CUATRIMESTRAL que abarca nada menos que 18 siglos. Desde los prerromanos hasta el S. XV, 1700 años para metérselos en el coco, así como quien no quiere la cosa. Las dos semanas anteriores me las pasé pegado a los apuntes como si me hubiesen soldado a ellos. Me levantaba pensando en los emperadores romanos, y me acostaba pensando en los reyes visigodos. Alfonso X casi era un viejo amigo. Vamos, que me lo he estudiado hasta donde era humanamente posible… Y si lo llego a saber, me paso todo el verano en la playa, porque para aprobar el súper examen que han puesto, hay que ser primo hermano de Dios, por lo menos.

A ver, si no he estudiado, y no me se las preguntas, no me voy a quejar. O si me las sabía, pero me he hecho un lío, pues mala suerte, culpa mía. Pero es que este examen… Hay que ser hijo de ministro, que, como todo el mundo sabe, es un nivel de cabronismo mucho mayor que el del hijo de puta, ya que generalmente los hijos de las putas no van buscando molestar a nadie, o al menos yo nunca he tenido problema con ninguno de ellos, mientras que los hijos de los ministros sí me roban todos los días. Como decía… hay que ser un grandísimo hijo de ministro para poner un examen como ese.

En cuanto vi el examen pensé que había suspendido, y hasta estuve a punto de levantarme y salir. Pero ya que estaba allí, pensé en ponerme a escribir, porque lo cierto es que de todas las preguntas sabía algo (ya que había estudiado), aunque no las dominase (porque a quien coño se le ocurre preguntar el fuero de Vitoria, si eso no lo estudian ni en los colegios vascos, no me fastidies). Y ya que estaba escribiendo, me animé a ser un poco creativo, porque había algunos datos y fechas que me sonaban… así que pensé ponerlos, porque si los ponía y estaban bien, iba a quedar como Dios, y seguro que los profesores pensarían «por lo menos ha estudiado algo», mientras que si no los ponía, muy probablemente iba a suspender con un 4, y si los ponía, y son incorrectos… bueno, tanto da suspender con un 4 que con un 2 ¿no? Así que vaya usted a saber. Si ese día la Virgen se me apareció y mis arranques creativos estuvieron inspirados por la divina providencia, a lo mejor hasta apruebo con nota y todo. Pero, la verdad, no me hago muchas ilusiones… más bien, ya he incluido «pagar segunda matricula de Historia del Derecho» entre los gastos a tener en cuenta para el próximo trimestre 😦

Lo único bueno de este examen, es que ha sido el primero que he hecho bajo mi propio nombre. ¡Que alegría escribir Pablo en el exámen! ¡Y que los profesores no se sorprendan cuando les das el DNI al entregar los folios! En uno de los folios estuve a punto de equivocarme y poner Elena… cosas de la costumbre. La verdad es que hasta que no vi salir el examen de la valija electrónica no las tenía todas conmigo de que fuese a poder examinarme, y ahora, hasta que no vea las notas, tampoco tengo nada claro que me vayan a llegar la nota sin problemas, así que, por si acaso, pedí el justificante de que he estado en el examen. Por lo que pueda pasar.

A todo esto, una semana antes del examen, empecé a encontrarme mal. Estaba cogiendo un catarro. Como no. A mí es que el estrés me baja mucho las defensas, y aunque tomo vitaminas y tengo cuidado de no enfriarme… como si nada. Me resfrié, pero a base de fuerza de voluntad, conseguí mantenerlo a raya.

El día siguiente al del examen, me tocaba coger el avión para el 4º Consejo de TGEU en Dublín, del que próximamente escribiré un post (ya lo tengo casi listo, lo cuelgo el miércoles, por seguir el ritmo de publicación de la.trans.tienda). A todo esto, los de Ryanair seguían sin cambiarme el nombre en el billete de avión, pero se lo comenté a los de TGEU, y rápidamente me mandaron un e-mail para decirme que no me preocupara, que había gente que había volado con Ryanair en las mismas circunstancias que yo, y sin problema, y de paso me explicaron por qué tenía derecho a coger el avión. Yo imprimí el correo, descargué e imprimí las leyes que venían mencionadas en él, y confié en que con eso y un poco de suerte, fuese suficiente. Imprimí mis billetes, y me fui a dormir.

Por si acaso, llegué al aeropuerto dos horas y media antes de que saliese el vuelo, aunque no llevaba maleta y por tanto podía ir directamente a la puerta de embarque. Pero en lugar de eso, me fui directamente a la oficina de Ryanair en el aeropuerto de Málaga (aquí es donde se nota que uno ha estudiado turismo ^_^) y les expliqué lo que me pasaba. Me costó un par de intentos que la chica que me atendía entendiese que no se trataba de un cambio de nombre normal, de esos que cuestan 150€ (al principio se quedó un poquito aturullada, pero eso nos ha pasado a todos alguna vez), pero pronto reaccionó y llamó a su jefe. Se lo volví a explicar al jefe, que sí lo pilló a la primera y le pidió a otra compañera que hiciera unas llamadas… a todo esto, yo llevaba encima toda la información que me habían pedido que mandara por fax para cambiarme el nombre del billete, incluyendo el recibo de que el fax se había recibido en la oficina de Ryanair en Dublín (esa es la gracia de los faxes, que te queda una prueba de que ha sido recibido). Es decir, llevaba el recibo del fax, el texto de la solicitud, el auto de la jueza, fotocopia de la partida de nacimiento nueva, y hasta una fotocopia del DNI. Luego, la chica de Ryanair que hizo las gestiones me dijo que le habían preguntado si llevaba algún papel que demostrase que yo era la misma persona y dijo «sí, un tocho». Al final, después de una horita, me consiguieron cambiar el nombre, y todo fue estupendamente. Muy amables y muy bien.

Hasta ahora, no he tenido nunca problemas a la hora de pasar un control de policía con mi viejo DNI a nombre de Elena. Nadie me ponía caras raras, ni hacían aspavientos, ni nada. Lo más normal del mundo. Pero oye, ir con un DNI que no va explicando a todo el mundo que eres transexual… da bastante tranquilidad. Lo de ser visible y tal, está muy bien, sin embargo… creo que no pasa nada por ahorrarme algunas emociones fuertes. Ya puede decir quien quiera que me estoy armarizando, que me da igual. Estoy muy contento con mi nuevo DNI. ^_^ 

Total, que allá me fui a Dublín, y estuve en el Consejo de TGEU, que fue una experiencia maravillosa (¡Mañana la posteo! ¡De verdad!), sobre la que no me voy a alargar ahora. Pero fue un poco demasiado para la garganta, que ya la llevaba tocada de antes de los exámenes, y cuando volví, me encontraba bastante regular.

Me habría venido muy bien tomarme un par de días extra de descanso, pero no pudo ser… tengo mucho trabajo atrasado después de los exámenes, y tengo que preparar la tienda para que todo esté listo para el próximo curso y no se me empiecen a acabar las cosas cuando más liado esté. Aún así, el resfriado iba mejorando, mejorando… hasta el miercoles por la noche, que me forcé un poco más, y el jueves estaba fatal. El viernes empecé a sospechar que estaba a punto de volver a tener neumonía. Estaba como un trapo. El sábado me lo pasé en coma. O en cama. O ambas cosas a la vez, no sé. No recuerdo qué comí. Creo que unas salchichas que había en la nevera y algo de zumo de naranja y miel (de eso sí me acuerdo, qué rico estaba). El domingo resucité por la noche, aunque no había tenido fiebre en todo el día. Hoy, a currar otra vez, pero con tranquilidad.

A veces pienso que debería mudarme a un planeta que tuviese los días más largos, pero luego después me parece que mejor que no… seguro que se me ocurrirían más cosas para hacer.

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El malvado placer del desconcierto

No sé si he contado por aquí que he solicitado una abdominoplastia para que me quiten la piel que me ha quedado sobrante en el abdomen, después de haber perdido 50kg (y otros 5 más que debería perder próximamente) por haberme operado de cirugía bariátrica hace 6 años.

Para acceder a este tipo de cirugías, la endocrina te envía al cirujano general, que te evalúa, y, según vea, te envía al cirujano plástico, que, a su vez te evalúa, y según vea, te remité a un comité de evaluación que son los que dan la valoración final de si te puedes operar o no. Una vez que por fin entras en lista de espera, esta viene a ser de unos tres años.

Sin embargo, en mi caso, el cirujano general descubrió que tengo una hernia abdominal. Yo no me había dado cuenta, ni tampoco ninguno de los médicos que me han mirado, explorado, ecografiado, medido, tocado y pesado. Sin embargo, desde que este señor se dio cuenta, ahora todos mis médicos dicen “ah, sí, es verdad, se nota fácilmente al tocar” (así también hago yo diagnósticos). Total, que cuando hay hernia la opera el cirujano general, y ya que se pone, lo hace todo de un viaje: hernia y retirada de los tejidos sobrantes. Aún así, como era una hernia muy pequeña, el cirujano decidió remitirme igualmente al cirujano plástico, para que él tomase la decisión final.

Mi encuentro con el cirujano general no tuvo nada reseñable. Como en mis papeles sigue poniendo Elena, no hace falta que explique que soy transexual. Generalmente lo que ocurre cuando tengo cita con médicos desconocidos es que se creen que soy mi propio acompañante, y se quedan desconcertados un momento al ver que entro solo (“Ehm… ¿Y Elena?”, me preguntan ligeramente sorprendidos, y eso que siempre aviso a la enfermera que recoge las citas, pero algunas enfermeras son imbéciles, y otras, simplemente, están demasiado saturadas de trabajo y de pacientes enfadados como para poder estar en todo, las pobres). Les digo que soy yo, pero que me llamo Pablo, y con eso ya es suficiente. El cirujano me preguntó por las cirugías a las que me he sometido, o a las que me pienso someter, de manera correcta y pertinente, ya que algunas, como la faloplastia, requieren el traslado de tejidos del abdomen, y es lógico que quiera saber qué puede encontrarse si me abre, y qué cosas debe tener cuidado de no tocar, para no dificultar cirugías posteriores que estén pendientes de realizarse. Todo muy bien.

Sin embargo, el martes pasado tuve la cita con el cirujano de cirugía plástica. Ya había avisado a la enfermera, que me había estado llamando Pablo cada vez que se dirijió a mí, pero ella olvidó avisar al médico, que terminó llamándome Elena, para sorpresa de todos los pacientes de la sala de espera, que cuando me vieron levantarme, sintieron ganas de de agredirme porque pensaban que iba a aprovechar que llamaban a aquella chica para colarme. Algunos llevaban esperando desde las 8 de la mañana, y eran ya las 11, por lo que se comprende que estuviesen bastante enfadados, y que su tolerancia con los que intentan colarse estuviese bajo mínimos. Mi tolerancia con los que no se acuerdan de llamarme por mi nombre a pesar de que he avisado, también está bajo mínimos, pero después de que en menos de una hora la pobre enfermera ya se había llevado dos broncas sin tener culpa ninguna, decidí no decir nada o la pobre era capaz de quitarse la bata en el acto y dirigirse al departamento de salud mental (que casualmente estaba al otro lado del pasillo) para pedir la baja por depresión.

Tardé un minuto en darme cuenta de que el cirujano pensaba que yo soy una mujer transexual. Para una buena parte de la gente, una persona transexual es “un hombre que quiere operarse de cambio de sexo para ser mujer” (y una buena parte de quienes no piensan esto, tampoco es que hayan conseguido ir mucho más allá, pero bueno…), así que ya me he acostumbrado a que mucha gente, cuando digo que soy transexual, piense que soy una mujer transexual.

Lo realmente sorprendente de esta gente es que tal apreciación se ve reforzada por el hecho de que no ven nada femenino en mí. Supongo que creen que las mujeres transexuales adquieren su feminidad mágicamente después de haber operado, gracias a una especie de sortilegio mágico de feminización que irradia desde los genitales, y que actúa en cuestión de horas. Posiblemente, el efecto incluye un halo de chispitas de hada y ruido de campanillas, y la afectada elevándose, ingrávida, a unos dos palmos del suelo. Luego, los que estamos trastornados, somos nosotros.

Total, que yo me había dado cuenta en seguida de que el cirujano: a) pensaba que yo soy una mujer transexual, y b) no tenía ni puta idea sobre transexualidad. Lo malo es que, encima, él creía que sí sabía, y siendo un super cirujano, posiblemente con muchos reconocimientos en el campo de la medicina, no iba a rebajarse a preguntarle nada a un paciente ¿verdad que no? Así que decidí no ponérselo fácil.

Cuando asumí mi propia transexualidad, yo no sabía qué me pasaba, ni como explicarlo, ni como nada. Cuatro años más tarde, todavía tengo muchas cosas sobre las que pensar, pero soy perfectamente capaz de explicar lo que significa [para mí] ser transexual. Es más, cuando alguien me pregunta, puedo responderle no sólo a lo que me está preguntando, sino a lo que realmente quiere saber, ya que todo el mundo tiene más o menos las mismas dudas.

Sin embargo, hay gente que cree saber todo lo que hay que saber, y no pregunta nada. Nunca han visto en su vida a una persona transexual. Como mucho han contratado los servicios de una prostituta transexual, o se han encontrado con la prima de la sobrina de la cuñada de su vecino del quinto. O han leido libros. Una vez vieron un documental muy curioso de un hombre que se sentía mujer y se quería operar.

Es peor tener conocimientos errones sobre un tema, que no saber nada. Si reconocer la ignorancia es difícil, reconocer que el error lo es mucho más. Combina esto con la arrogancia que a veces tienen quienes están acostumbrados a encontrarse con personas que saben mucho menos que ellos sobre cierto tema (como es el caso de los médicos, jueces y personal docente de cualquier nivel, desde los maestros de escuela a los profesores de universidad), y ahí tienes el retrato del cirujano al que estaba visitando.

A ese tipo de personas que ya creen saberlo todo, es muy difícil explicarles nada. Cuando me encuentro con gente que creer saber más que yo sobre algo de lo que sabe menos, lo mejor y más divertido es dejar que se den cuenta por si mismos. Eso es lo que hice.

“¿Has hecho ya algún trámite legal, entonces?” fue una de las primeras preguntas que me hizo el cirujano, al ver la discordancia entre mi aspecto, el nombre que aparecía en los papeles, y el nombre por el que yo le pedí que me llamase.

“Estoy en ello, pero todavía no tengo nada”. El cirujano sonrió paternalista “estás en ello, pero algo has hecho ¿no?”. “Sí, algo he hecho, pero todavía no tengo nada”. Para mí era obvio que él pensaba que ya había cambiado de nombre legal. Él debió llegar a la conclusión que yo no era capaz de entender la pregunta que me estaba haciendo, ya que si yo era un hombre que quería ser mujer, y en los papeles aparecía como mujer, estaba claro que sí había realizado algún trámite legal para cambiar de nombre, y sexo legal, en contra de todo lo que dictaba el sentido común sobre mi identidad de género, e incluso en contra de mi propia actitud, al pedirle que me llame Pablo. Hay muchísima gente que asume que las mujeres transexuales actúan de manera completamente incongruente. Después de todo, si estás tan loco como para creerte que eres una mujer, puedes hacer cualquier barbaridad.

Debo reconocer que el cirujano tuvo un buen detalle, pues me preguntó si prefería que me llamase Elena en vez de Pablo (el pobre pensaba que si había cambiado de nombre legal, debía ser porque quiero que me llamen Elena, y probablemente imaginaba que mi insistencia en que me llamara Pablo se debía a una cuestión de timidez). Ese fue un buen detalle por su parte.

Me preguntó si me había operado de algo, y yo le comenté que no, pero que estaba pendiente de una mastectomía. Mientras lo decía, me señalaba el pecho con la mano. Sin embargo o pensó que yo no sabía qué estaba diciendo y había confundido mastectomía con mamoplastia, o quizá creyó haber oido mal (mastectomía se parece mucho a vasectomía), o vaya usted a saber, porque la información le resbaló hasta el punto de que repitió la pregunta “¿te has operado?” dos veces más (obteniendo la misma respuesta por mi parte, y, todo hay que decirlo, divirtiéndome un poco con sus intentos de encuadrar la información que estaba recibiendo para formar una respuesta que él pudiese entender). Hacia el final de la consulta comentó “bueno, si te sobra piel puede ser una ventaja de cara a ponerte implantes” (refiriéndose a implantes mamarios). La mente humana a veces es inasequible a la información inesperada. Y eso es algo tan perversamente divertido…

 Pero el mejor momento con la gente que cree que soy una chica trans y da por echo que lo sabe todo sobre mí es cuando por fin han reunido suficiente información contradictoria y su cerebro ya no puede encontrar una forma de explicar lo inexplicable. En este caso ocurrió cuando me preguntó si tenía algún papel de mi endocrina, para redactar mejor la respuesta, y se lo dí. Miró el tratamiento que sigo y se encontró la testosterona.

“Esto de la testosterona será para bloquear los androgenos… ah, no…” comentó tratando de entender lo que sus ojos veían escrito, y esta vez proveniente de una fuente fiable, es decir de otro médico. Él sabía que inyectarse testosterona para bloquear la testosterona no es una buena idea, pero al mismo tiempo, esa era la única posibilidad. ¿Tal vez algún nuevo descubrimiento que consistiese en bloquear la producción de testosterona saturando al paciente hasta que le saliese por las orejas? Así que me preguntó a mí “¿Esto lo tomas para bloquear los andrógenos?”. Y yo “no”. “¿No? ¿Entonces por qué lo tomas?”. “Pues porque soy transexual.”

Para que esta respuesta funcione, hay que decirlo convencidísimo. Que se note que es algo obvio. La otra opción en ese momento habría sido decir “es que soy transexual de mujer a hombre”, y así habría permitido que el cirujano salvase un poco del orgullo que todavía le quedaba. Eso es lo que habría hecho una buena persona. Pero yo soy malo y por eso no lo hice. Estaba esperando que ocuriese algo que estaba a punto de ocurrir.

 El cirujano me miró con desconcierto. Miró el informe de la endocrina. Me volvió a mirar más desconcertado, y, por fin, rendido, confesó “no entiendo nada”. Y, como soy malo, esto me produjo un inmenso placer. Una delicia indescriptible a la que todavía le falta la guinda. “¿Qué es lo que no entiende?”, pregunté yo todo inocente, como si no supiese cual era el problema que tenía este señor. Para que esto funcione, es necesario (importantísimo) estar dispuesto a dar una explicación completa a la pregunta o preguntas que vengan después. Lo contrario, sería pasarse, y tampoco es eso. Yo sólo quería que el cirujano se diese cuenta de que no tenía ni idea de lo que estaba hablando, y una vez conseguido eso, tampoco habría estado bien ensañarse [más de lo que ya me estaba ensañando]. Se trata de no crearse enemigos, así que hay que ir calibrando bien lo que se hace, para evitar que la persona se enfade.

A partir de ahí sí fue cuando le dije que yo soy un hombre transexual, es decir, de mujer a hombre. Todo empezó a cuadrar y el cirujano se relajó, y al mismo tiempo se puso más nervioso. Era como si hasta ese momento hubiese estado subido en un podio tres escalones por encima de mí, y de repente se hubiese bajado de él, con un poco de vergüenza. Pobre. “Vaya, me has engañado”, comentó, y a mí no me dieron ganas de estrangularlo ahí mismo porque ya lo había humillado suficiente. Eso sí, debí mirarle mal, porque en seguida rectificó “es que no se te nota nada”, para hacerme saber que no era una crítica, sino un cumplido bastante torpe (y que se había dado cuenta de que había sido torpe, por enésima vez).

En varias ocasiones mencionó la expresión “cambio de sexo”, y tampoco le dije nada, porque no se me ocurrió una manera corta e ingeniosa de hacerle ver que no es muy profesional que un cirujano hable de esa manera. Se me ocurrió más tarde, cuando volvía en coche a casa… Debí decirle que eso de decir que una cirugía de reconstrucción genital es un cambio de sexo es como decir que la cirugía bariátrica (que reconstruye el aparato digestivo) es un “cambio de estómago”. En realidad no cambias nada, sólo lo mueves de sitio para que pueda cumplir una función que antes no hacía.

En fin, ya lo llevo pensado para otra vez que me tope con un médico así, y vosotrxs que me estáis leyendo, podéis quedaros también con la respuesta si os gusta. A este cirujano ya no se lo podré decir, porque al final no me va a operar él. Como tengo una hernia de estómago, opina que mejor que me opere el de cirugía general, que, además, está perfectamente capacitado para arreglarme todos los colgajos de la barriga. Además, al ser una operación no estética, no requiere pasar por el tribunal evaluador, y la lista de espera viene a ser de un año menos. Dos años, en lugar de tres.

Yo, la verdad, ahora que he conocido al cirujano plástico, también prefiero que me opere también el de cirugía general.

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Los números de 2011

Los duendes de las estadísticas de WordPress.com prepararon un reporte para el año 2011 de este blog.

Aqui es un extracto

La sala de conciertos de la Ópera de Sydney contiene 2.700 personas. Este blog fue visto cerca de 27.000 veces en 2011. Si fuese un concierto en la Ópera, se necesitarían alrededor de 10 actuaciones agotadas para que toda esa gente lo viera.

Haz click para ver el reporte completo.

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Igualdad

Todos somos iguales, pero unos más que otros. Eva era de los otros, de los menos iguales. Por eso, mientras todos salían a la calle con jerseys gruesos y abrigos largos, ella llevaba falda corta y un top fino. Su ropa de trabajo.

Por eso bebía, por eso consumía drogas, para olvidarse de aquel maldito frío, del viento helado que se colaba a través de las medias rotas por la entrepierna y le calaba hasta el alma. Consumía para tener fuerza y atender a sus clientes, hombres que se aliviaban de sus más bajos instintos sobre su cuerpo. Malolientes y desagradables casi siempre, la usaban y la insultaban, no necesariamente por ese orden. El pago por adelantado, eso sí. Faltaría más. A veces la intentaban golpear, y a veces lo conseguían. Se moría de miedo cada vez que subía a un coche.

Porque todos somos iguales, pero ella no era suficientemente igual como para que alguien considerase que sus manos podían realizar algún trabajo. De modo que había terminado sin oficio ni beneficio, sin un lugar en que caer muerta, encogida bajo un portal, temblando de frío, hasta que alguien le mostró la salida.

La Jenny se le acercó usando como tarjeta de visita una botella de licor que calmó sus tiritones, y también su pena, aunque esto último solo en parte. La Jenny, que le explicó que para las mujeres como ellas el único trabajo que había era el trabajo sexual, se convertiría en su maestra, mentora y protectora, a cambio de una parte de las ganancias que Eva obtenía alquilando su cuerpo. También le presentó a las otras mujeres de la calle. Otras que eran como ella.

Nunca se les ocurrió, ni a Eva, ni a las otras chicas de la calle, que pudiesen ser consideradas iguales a otros seres humanos que no fuesen ellas mismas: La igualdad de la calle era la única que conocían. La calle maltrata a todos por igual, pero solo los más duros sobreviven.

Las chicas de la calle rezaban antes de salir a trabajar, pero no pedían que no las mataran. Solo pedían no tener miedo a la muerte cuando les llegase.

Habían aprendido que en la calle no hay amigos, y que solo se tenían las unas a las otras. Habían aprendido a llevar una bolsita de heces con las que embadurnarse el cuerpo y evitar así que los policías corruptos abusasen de ellas. Habían encontrado la parte más llana del lago artificial al que esos mismos policías las arrojaban por diversión, y habían clavado clavos para ayudarse a salir. La llamaban “la escalera”.

Habían aprendido a llevar sueltos sus tacones de vértigo, para poder descalzarse rápidamente en caso de que tuviesen que salir corriendo. Habían aprendido que el alcohol y las drogas les hacían olvidar el frío, la humillación y el asco que les daban algunos clientes, y les daba valor para enfrentarse al miedo que les producía la calle. Habían aprendido a dormir la mayor parte del día para poder pasar con una comida, pues no podían permitirse más.

Sobre la igualdad, sabían que eran iguales que las mujeres decentes que las miraban con asco, porque se acostaban con los mismos hombres. Sólo que las decentes se acostaban con ellos por legitimidad, y ellas por dinero.

Sabían que el hambre y la pobreza duelen más y matan más rápido que el SIDA, y por eso, si les ofrecían cinco euros extra, lo hacían sin condón. Eso también las igualaba un poco más a las mujeres decentes, pues compartían con ellas las enfermedades de sus maridos.

Todas tenían sueños. Eva soñaba con continuar sus estudios y llegar a ser abogada. “Una puta abogada”, decía entre risas “nunca mejor dicho”. Pero también soñaba con ponerse más tetas y operarse del culo. Soñaba con que el espejo le devolviese la imagen de una princesa. Quería saberse guapa, verse guapa. Ese sueño era fácil de cumplir. Una de las compañeras, la más vieja (más de setenta años, y aún en activo como trabajadora sexual) se ofreció para inyectarle silicona líquida. Era una opción mucho más barata que ir a un médico, y quedaba igual de bien. Con sus nuevas tetas, era como las mujeres que podían pagarse un cirujano plástico. Eso también era igualdad.

Cumplir su sueño de estudiar era mucho más difícil. Por más que lo intentaba, no lograba concentrarse. Cuando se concentraba, no conseguía comprender lo que ponía en los libros, y seguir las explicaciones de las clases era demasiado complicado. La resaca no ayudaba. Ni el hambre. Renunció al curso antes de la evaluación de navidad. Se dio cuenta de que simplemente era demasiado tonta. Por eso era puta en vez de abogada, porque sólo servía para hacer la calle. Unos días más tarde ya se había olvidado de aquella estúpida idea de estudiar.

Como era igual que las demás, a los hombres que se le acercaron aquella noche, les dio lo mismo ella que otra. Eva sabía que algo iba mal y estaba alerta. Aquellos dos jóvenes llevaban mucho rato merodeando por la zona, a veces juntos, a veces separados, las cabezas cubiertas con una capucha. Hasta su vieja enemiga, la policía, encarnada en una patrulla que recorría el barrio, se detuvo a su lado para advertirla “señorita, tenga cuidado, hay dos individuos de aspecto sospechoso dando vueltas por aquí”.

Debió haberse marchado a casa en ese momento, pero necesitaba el dinero. Muy pronto llegaría alguna otra compañera, y se protegerían la una a la otra. Pero no llegó a tiempo. Uno de los hombres se le acercó. “No te vayas guapa, vamos a pasarlo bien, tengo dinero”. Eva no se fiaba, pero ninguno de sus clientes era gente de fiar. Ella tampoco era alguien de fiar. Se arriesgó. Se acercó.

El joven, más o menos de su misma edad, la agarró de la muñeca con una mano que parecía de hierro. Su compinche apareció de la nada con una navaja tan grande que parecía más bien una espada.

Eva recordó la oración. Que no le tenga miedo a la muerte. No permitas que le tenga miedo a la muerte. La oración no había sido escuchada. Tenía miedo. Se debatió con desesperación, como un animal acosado. No veía nada. ¿Por qué todo se había vuelto rojo de golpe? Dio un traspié y estuvo a punto de caer, pero la sujetaron. “Sucio maricón”, “puta de mierda”. Las palabras llegaban a sus oídos. Las entendía. Sabía que eran insultos, pero no significaban nada.

Sintió un frío infinito en el vientre, donde el acero la había penetrado hasta la empuñadura de la navaja. Aún así, trataba de zafarse. Escuchaba risas. Sus asesinos se reían, pero ella no entendía nada. Sentía que lo observaba todo desde fuera. Hacía frío. ¿Por qué hacía tanto frío? Era como una pesadilla, sólo que cuando esa pesadilla terminó, en lugar de despertar, se durmió.

Dicen que todos somos iguales en la muerte, pero hasta en la muerte, unos somos más iguales que otros. Eva no tuvo una muerte digna, ni justa. Eva murió porque dos desconocidos decidieron que sus crímenes y pecados eran tan graves que no tenía derecho a la vida. Fue sentenciada a no vivir nunca más, y ni siquiera supo que el juicio se había producido hasta que se ejecutó la sentencia. Nunca supo de qué se le acusaba.

Murió en compañía de sus asesinos. Lo último que escuchó fueron las voces y las risas de los que la estaban matando. Ellos se divertían. Lo último que sintió fue el sabor de la acera, cuando la derribaron de un golpe y cayó de boca. Se partió un diente. Lo último que vio fue que tenía las manos manchadas de su propia sangre. Vio un zapato que no era suyo. Pensó que llevaba su camiseta favorita, la azul que le sentaba tan bien, y ahora las otras chicas no podrían aprovecharla. Que pena. No quería morir.

La encontraron no mucho más tarde, allí, tirada en la calle, a sólo unos metros del lugar en que las prostitutas esperaban a sus clientes. Hubo que esperar a que llegase el juez para levantar el cadáver y llevarlo al tanatorio. La policía tomó declaración a las chicas que la encontraron. Recorrieron las calles buscando a los sospechosos, pero no sirvió de nada. El caso quedó etiquetado como “crimen pendiente” durante mucho tiempo, y nunca se resolvió. A nadie le importó.

El cadáver fue tratado igual que cualquier otro cadáver. Por eso, en el certificado de defunción, en lugar de poner Eva, sexo mujer, ponía Adán, sexo varón. Porque todos los certificados de defunción se deben hacer con el nombre legal del difunto. El nombre legal de Eva, era Adán, y el sexo que constaba en los papeles, varón. Era el nombre que le habían dado los padres que la rechazaron. La última burla del destino.

Nadie reclamó el cuerpo. Las chicas de la calle hicieron una colecta para costear el entierro, pero no lograron reunir el dinero necesario. Ni siquiera pudieron darle un último adiós, pues no consiguieron hacer comprender al empleado del tanatorio el parentesco que las unía con ese cadáver sin reclamar. No pudieron hacerle comprender que aquel cuerpo que descansaba en un frigorífico, bajo un nombre falso pero legal, era el de su hermana. Que ellas eran la única familia que la quería, aunque no la pudiesen enterrar.

El ayuntamiento se hizo cargo del sepelio. Los empleados del cementerio, como cada vez que aparecía un caso de un cadáver sin reclamar, formaron un pequeño cortejo fúnebre, y llamaron a un cura amigo. El cura, un hombre voluntarioso que no lograba conciliar el sueño cada vez que debía decir misa por un muerto olvidado, rezó sinceramente por el alma del hermano Adán. A continuación, lo enterraron en la zona común, como mandaban las ordenanzas, a metro y medio bajo tierra. Sobre la tumba colocaron una cruz de madera en la que se podía leer tres letras, las iniciales del nombre del difunto. La primera era una A.

Si hay un infierno en llamas que aguarda a las mujeres de la vida alegre, como dicen que era ella, seguro que Eva fue a él gozosa, feliz de saber que no tendría que volver a pasar frío.

En cierta ocasión, aquel señor amable que algunas noches les llevaba un termo de café o caldo caliente, se había quedado admirado por lo dura que era la existencia que llevaban las chicas de la calle. No entendía como lo soportaban. Eva, sonriendo respondió: “al menos, soy mujer.”

En memoria de Taira Evelyn Ormeño.

Trabajadora sexual trans. Asesinada en Quito, el 12 de febrero de 2011.

Tenía 23 años.

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No estaba muerto…

No estaba muerto… estaba de exámenes.

Bueno, al menos no estoy muerto de momento, porque el olorcillo del humo que me sale de las orejas cuando estudio no anticipa nada bueno.

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